Por Oriette D´Angelo //
María Rodríguez de Cabrera está sentada en una silla cuya vista da a la reja marrón de su casa. Afuera, los pasillos laberínticos de la comunidad de La Cruz son el escenario del paso cansado de todas las personas del sector. Algunos, para llegar a sus hogares, parecen escurrirse por estos pasillos de medio metro de ancho. Otros, como la señora María, viven en la calle principal y su casa es punto importante de saludos y paradas amistosas.
Criada junto a una familia numerosa y de padres separados, la señora María, una mujer de 60 años y piel morena, juntó sus pertenencias y se mudó a Venezuela a los 15 años cuando su madre falleció luego de una enfermedad. “Me vine con mi tía y llegué a la Comunidad de La Cruz, pero no vivía en esta casa propiamente. He viajado a Colombia, pero no lo hago mucho porque tengo poca familia. Allá estaba sola y luego de establecerme aquí, me traje a mi papá.”
En 1970, Colombia experimentaba una crisis migratoria que había comenzado con el auge de la guerrilla y los conflictos armados diez años atrás que, según estudios, ha causado hasta 2013 más 220.000 muertos. Ese mismo año se contabilizó en Venezuela la presencia de más de 177.000 colombianos.
Para María Rodríguez de Cabrera, la familia lo es todo, al punto de diluirse por completo en ella y omitir datos de su vida personal para darle paso a la vida de los otros.“Tengo seis hermanos. Bueno, ahora cinco, a mi hermano mayor lo mataron unos delincuentes aquí en la avenida Sucre hace nueve años”. Su casa representa los lazos familiares que ha cosechado durante años: numerosos retratos, una mesa de santos y muchas medallas deportivas guindadas en la pared. Las medallas son de su nieto, quien adora el deporte y también estudia música. “Es mejor ocuparlos porque yo no entiendo cómo están esos muchachitos por ahí sueltos sin nada que hacer”.
María trabajó toda su vida de doméstica. Empezó con una familia que tenía un apartamento bastante acomodado en La Castellana. Luego de trabajar veinte años con ellos, decidieron irse de Venezuela y ella tuvo que conseguir otro trabajo. La nostalgia se apodera de sus ojos al recordar los años que pasó con esa familia. “Me trataban muy bien. Eran buenas personas”. Luego trabajó en casa de otros señores hasta que decidió retirarse por un problema en la rodilla, el cual subsiste hasta hoy por no encontrarse en Venezuela la prótesis que necesita para realizar una operación.
En la sala de la casa está su hija trabajando en la computadora. Su nombre es Mayra y tiene 35 años. De piel canela, estatura mediana y rostro serio, se levanta de su lugar para acompañarnos en la conversación. No vive allí pero va todo el tiempo porque su hijo estudia en el colegio Más Luz.
La puerta de la casa permanece abierta y sólo la separa de los pasillos de la comunidad una reja marrón. Casi todas las personas que pasan frente a ella saludan a la señora María con bastante afecto. Es una persona conocida y querida. Ella devuelve los saludos y sonríe. Enfrente, queda una bodega cuyo principal atractivo es la venta de shampoo.
“Yo siempre he sido una persona familiar, todos me buscan y vuelven a la casa. Cuando veo gente en la televisión que tienen el apellido Rodríguez, me pregunto si somos familia, sobre todo si son personas de Colombia”. Su esposo, un hombre alto, entra a la casa y se sienta frente a nosotras con el rostro cansado. “Estaba en la cola del supermercado”, dice.
Se casaron hace 39 años en la Iglesia de Bello Campo. “Él está algo enfermo, a veces le da asfixia pero el doctor dice que es por neumonía. Yo sufro de artrosis, tengo desgaste en la rodilla y debo ponerme una prótesis pero no se consigue”. Su hija Mayra empieza a contar la labor maratónica por la que han tenido que pasar para conseguirla pero “el país no la deja”.
A pesar de no ser una zona insegura, La Cruz ha experimentado un leve aumento de violencia en los últimos años y se han presentado casos aislados de robos. “Yo conozco a todo el mundo y a mí no me van a robar. En esta comunidad hay gente que vende droga, pero afortunadamente no sucede nada tan grave. Sólo una vez mataron a una persona. La droga siempre trae gente que no es de acá y eso es peligroso”, dice Mayra, mientras al fondo se escucha una señora de otra casa que grita y golpea un plato.
Pienso en las formas que utiliza la violencia para existir y en lo que significa para cada uno, sobre todo en un país agitado por la desobediencia y el caos. Hay formas distintas de entender la rabia.
La comunidad está dirigida por un policía que trabaja en el módulo ubicado a la entrada de la comunidad. Él es quien pone orden en la zona. “En diciembre iban a traer una miniteca y eso no estaba bien. ¿Por qué la gente tiene que escuchar en todas las casas lo que iban a colocar en la calle? Él frenó eso y dijo que si traían la miniteca iba a llevarse a la gente detenida. A mí me encanta la fiesta, pero desde que mataron a mi hermano ya no celebramos igual”, dice la señora María.
El 29 de enero de 2006, Rafael Rodríguez se encontraba en la Avenida Sucre, en Catia, luego de terminar su jornada de trabajo en la Coca-Cola. “Unos recoge latas intentaron atracarlo y lo degollaron con unas botellas. Querían robarle sus pertenencias”, dice, mientras nos acercamos a uno de los portarretratos de la sala y su voz, lentamente, empieza a sonar nostálgica. “Estaría contento porque ya tiene nietos. Fue muy fuerte y justo un año después murió mi papá”. La señora María toca sus manos. Ansiosa, su mirada se torna reflexiva y comprendo que el sentimiento de duelo que la embarga la hace transmutarse en los demás. Si todos están bien, ella está bien, pero si hay una falta, por pequeña que sea, ésta se convertirá en un dolor irremediable.
Mayra cuenta cómo revisó los expedientes del caso de su tío en varias visitas a los tribunales. “Fue a las seis de la mañana. Eran tres vagabundos y uno de ellos era mujer. Una señora se asomó por la ventana al escuchar los gritos y lo vio en el suelo. Ellos querían robar dentro del carro”. Mientras Mayra cuenta lo ocurrido, la señora María se toca las manos, nerviosa, como quien no quiere recordar el momento en el cual perdió a su hermano mayor, como queriendo negar el paso del tiempo y la injusticia a la cual se somete la muerte en un país lleno de retrasos. “Él no pensó que lo matarían, estoy segura”, dice, mientras apoya sus manos en la silla. “Le quitaron su anillo y el celular mientras él estaba en el suelo desangrándose. Un señor consiguió a la indigente registrándole los bolsillos y la agarró por el pelo para entregarla a la policía. Los demás salieron corriendo y se metieron para el 23 de enero. Ella quiso engañarnos diciendo que estaba embarazada, luego dijo que estaba enferma. Mi hermano murió en el hospital y ella se ofreció a colaborar con la policía para identificar al otro asesino que, luego de hacerlo, resultó ser su hermano. Yo creo que estaban drogados, una persona cuando está drogada no sabe lo que hace.”
Uno de los hijos del señor Rafael trabajaba para ese momento en la policía, pero él tampoco ha podido hacer nada por el caso. Tres años después de la muerte de su padre, un hermano de él fue asesinado por unos delincuentes que pensaban que los perseguía. “Él ya ha tenido demasiado”.
El alma de la señora María se quebró en dos el día que vio a los asesinos de su hermano en una audiencia de juicio que ha perdurado hasta estos días. Sus ojos se cristalizan cada vez que menciona su nombre y una parte de ella tuvo que asumir el papel de hermana mayor para sus cuatro hermanos. La vida le regaló una familia numerosa y ahora hay muchos niños que representan todo para ella, siendo uno de ellos el nieto de su hermano fallecido, un niño de 9 años llamado Sebastián que entró a la casa corriendo con unas llaves en la mano.
“Mi abuela me pegó porque le hice una broma diciéndole que no tenía las llaves y sí las tenía”, dice Sebastián mientras se sienta en el mueble. “Saluda a la visita, Sebastián”, le dice la señora María y el niño se acerca a darme la mano. “Ahorita debes ir al médico, así que quédate tranquilo aquí”.
¿Cuál médico?, pregunto, pero todos se quedan callados.
Es un niño alto y de ojos saltones. Quiere jugar todo el tiempo y también le gusta leer. “Todas las noches leo un libro que tiene cuentos para soñar, pero siempre tengo sueños raros. El otro día tuve uno con una profesora y sentía que le tenía rabia”.
Sebastián tiene tres hermanos y es el del medio. Su hermana mayor tiene 13 años y la menor es de su papá con otra señora. “Mis padres nunca se casaron. Yo no me sé la historia de ellos. Él trabaja aquí en la policía, en el módulo, si lo ves te darás cuenta que somos igualitos”, dice, antes de salir de la casa a entregarle las llaves a su abuela.
Sebastián va al médico todos los días a la misma hora. Es parte de su rutina desde hace cuatro años. Lo llevan al psicólogo porque tiene problemas de ira y no controla su rabia. Está así desde que vio morir a su primo en una piscina, un día en que una reunión familiar se convirtió en la tragedia más grande. Ambos jugaban cuando su primo empezó a ahogarse. Desde ese momento empezó a tener problemas de comportamiento. “A veces está viendo comiquitas y se pone a llorar porque dice que los dibujos le recuerdan a su primo. La doctora dice que él transforma su tristeza en rabia. No puede hablar de él porque se pone a llorar y tampoco podemos hablar de eso cuando está aquí”, dice la señora María bajando la voz mientras Sebastián entra de nuevo a la casa.
“Tú te pareces a la muchacha que me atiende porque tienes lentes y haces muchas preguntas. Yo no quiero ir a verla hoy porque no quiero contar nada de lo que pasó con mi abuela. Ella sabe que hago bromas. Antes tenía problemas para compartir con mis amigos y veía a una doctora que me ponía pastillas. Las pastillas no me gustaban, pero ya no voy a esa” , comenta.
La señora María le dice que vaya a pedirle disculpas a su abuela por lo de las llaves y él sale de nuevo de la casa. “Es un niño muy inteligente pero a veces coge unas rabias que si le da por partir algo, lo parte. También se sabe la historia de su abuelo porque ve las fotos y pregunta mucho. Ha sido difícil explicarle porque la muerte lo pone muy triste”.
Sebastián canaliza su miedo a través de la rabia, pero sonríe, juega y hace bromas. A veces no sabemos qué ocurre en los pequeños espasmos del cuerpo, y eso, el miedo y el espasmo, no tienen edad.
En la casa, el reloj antiguo de pared suena y me avisa que debo irme. Son las cuatro y media de la tarde y está oscureciendo temprano. La señora María y Mayra se despiden de mí con afecto mientras me dicen que tenga cuidado a la salida. Varios jóvenes sentados en el piso me miran y otros ingresan escurridizos por los pasillos laberínticos que conectan a la comunidad. La bodega está cerrada y una señora compra carne en una pequeña carnicería que está a un lado mientras agita las llaves de su carro. A dos metros, un grupo de jóvenes se reúne a observar a otro que sostiene una pequeña serpiente y él hace que ella se deslice por sus brazos, asombrando a todos sus espectadores y sonriendo con orgullo.
En la entrada de la Comunidad de La Cruz, un policía alto y de ojos saltones se coloca las manos en la cintura y observa con atención a todos desde el modulo.