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María Tiburcia Muñoz: «Yo en esta tierra he pisado muy lindo»

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Por Adriana Ponte Guía //

Definitivamente hay corazones que no se dejan conquistar por el odio. Gente que vive eventos terribles a lo largo de su vida y es incapaz de conectarse con el resentimiento. Estas personas, por lo general, prefieren desalojar la rabia para darle paso a una tremenda fuerza interior y cierta sabiduría. Así es María Tiburcia Muñoz Viloria, una mujer que salió de Repelón, un pueblo a 80 km de Barranquilla, en Colombia, hace más de 60 años, la cual tengo frente a mí con una sonrisa dulce, unos ojos brillosos y agrisados por las cataratas y los relatos de sus alegrías y desgracias.

A los 14 años se fugó de su casa con Daniel Ortiz, quien tenía 21, y  muy pronto nació su primera hija, Rosa María. Atravesando  una llovizna, María Tiburcia caminó con la bebé de 7 meses por una calle de Repelón y la niña comenzó a inquietarse por el hambre. Con sus pequeñas manos adolescentes y la destreza maternal recién adquirida, se distrajo tratando de arropar el pequeño cuerpo de Rosita, mientras se apuraba para llegar a un sitio en el que pudiera resguardarse y darle pecho.

No vio la concha de cambur que, segundos después, le haría perder el equilibrio para siempre. El cuerpo de Rosita cayó  en el piso húmedo y el  llanto se detuvo. Rosita murió y fue así fue como María Tiburcia recibió la primera advertencia de que su vida no sería fácil. Pero ella no relata aquél episodio como si fuese una tragedia, sino que lo asume como un designio divino porque “Rosita era un angelito”. Y a sus 84 años, vuelve a ver el mundo con los ojos de aquella niña de 14 y esa afirmación nos muestra la ingenuidad que le ha servido para sobrellevar 2 accidentes fatales que hoy en día la mantienen postrada, y la muerte de 4 de sus 6 hijos.

Su pierna izquierda se quebró cuando unos niños la tumbaron de un pelotazo en la entrada del Barrio La Cruz hace ya más de 20 años: “Mire –me dice-, eso sonó  así como cuando usted deja caer una vajilla de loza que se rompe, pues así me sonó la pierna a mí. Y desde allí no pude caminar más”. Años después, con la poca destreza que le dejó la invalidez, intentó pararse sola de su cama apoyándose de un bastón y fue cuando se partió el brazo izquierdo. Debajo del hombro me deja ver la cicatriz de la operación  y la hendidura que le ha quedado en la piel, por donde ella misma pasa su mano derecha acariciándose con sus delicados dedos, procurando aliviar un dolor que no la deja en paz.

 

La bruma que hay en su memoria delata ciertas imprecisiones, años que se desdibujan y nombres que se extravían, pero hay recuerdos de María Tiburcia que son grandes certezas porque le duelen profundo en el corazón, así como  le duele su pierna quebrada, así como le duele el brazo que apenas puede mover. La postración la entristece y a pesar de su inmensa fe en Dios, a pesar de no querer cuestionar su voluntad y sus “perfectos designios”, como  ella los llama, le hace preguntas.

“Le digo a Dios, que por qué me hizo esto, quitarme mi caminar. Porque yo con mi caminar, puedo ir a la calle, me puedo meter en el baño, me puedo bañar, puedo salir y venir otra vez para acá”. Y dice esto mientras tiene la mirada perdida en el televisor que la acompaña todos los días desde las 6 de la mañana, cuando su nieto Luis Eduardo la sienta en una vieja silla de oficina que se encuentra en la diminuta sala de su casa, al lado de un pequeño sofá vinotinto donde hoy me recibe.

Adriana 4Detrás de su silla negra hay tablas, muebles en desuso y juguetes aglomerados; al frente una cocina y un fregadero, y arriba hay una repisa que comenzó siendo un pequeño altar pero que hoy aloja también medicinas, un pote de alimento para niños, récipes médicos y papeles sostenidos por una botella de refresco y unas flores de plástico. Todo esto sirve de ofrenda a dos de los hijos muertos: Deisy Judith y Jaime de Jesús, cuyas fotos tamaño carnet han sido  ampliadas y puestas en medio de la pared color salmón, para completar el cuadro luctuoso en el que María Tiburcia pasa sus días.

Le pregunto cuántos bisnietos tiene y voltea la mirada hacia el televisor, se queda en silencio. Emprende un largo camino de cavilaciones, mueve los labios susurrando y sus dedos comienzan a juntarse delicadamente para hacer cuentas. Se pierde y vuelve a empezar. Le trato de facilitar la  tarea, preguntándole por el número de  nietos y me mira,  extraviada de nuevo en cálculos infinitos. Comenzamos a sacar la cuenta, poco a poco. María del Carmen, su hija mayor, tuvo 4 hijos. Deisy Judith, tuvo 7 hijos. Jaime de Jesús dejó 2 hijos. Y Jimmy Rafael tiene 5 hijos. Repasando el nombre de cada uno de estos nietos, me va diciendo cuáles tienen hijos y cuáles no. Al final, las cifras arrojan 18 nietos y 5 bisnietos. Cuando se lo digo, sonríe con gusto y asiente con alegría. Me da la impresión de que ese saldo a favor le ha dado un poco de felicidad.

Sonríe con ternura mientras me habla de Daniel Esteban, su segundo hijo. Lo recuerda alegre y caminando inquieto, descubriendo el mundo en Repelón. Fue su segundo hijo y lo tuvo meses después de la muerte de Rosita, cuando ella tenía 15 años. Los ojos se le pierden en el televisor mientras me da detalles. “Era un niñito muy lindo, estaba aprendiendo a hablar, ya caminaba, tomaba pecho, era muy bonito”. Dice que un día amaneció enfermo, no quería comer y lloraba mucho. La joven madre supo por diagnóstico de las vecinas que se trataba de mal de ojo: “Se puso así, sequito” y me muestra su dedo meñique para darme una idea de lo flaco que llegó a estar el bebé.

Después de 2 días sin comer y sin llorar, amaneció muerto. Cuando le pregunto a María Tiburcia de qué murió su hijo Daniel Esteban, me responde con tristeza y sin dudar: “Me  le echaron mal de ojo. Pobrecito, mi niño”. La inocencia, cuando es auténtica,  también puede ser perturbadora.

 

Cuando María Tiburcia salió de Colombia a los 26 años, ya había tenido 3 nuevos amores y 4 hijos: dos niñas y dos varones. Los dejó al cuidado de su madre para irse a Maracaibo,  donde una tía le dio alojamiento mientras conseguía trabajo. Pasaron uno o dos años –no sabe precisar con exactitud- hasta que pudo emplearse con una familia de Caracas, como servicio doméstico.

Como en un concurso de belleza, las candidatas fueron evaluadas por la familia caraqueña mientras estaban paradas en una fila.  Me dice con absoluto convencimiento que la eligieron a ella porque era la  única que tenía el cabello recogido en un moño. La familia se la trajo a Caracas a trabajar y comenzó un episodio muy lamentable de su vida: sus patrones sólo le dirigían la palabra para darle órdenes o instrucciones, describirle sus funciones y las tareas a completar. Del resto, ella era un ser invisible. Me confiesa con timidez que sufrió mucho no sólo por la soledad y la imposibilidad de conversar, sino también por el encierro pues jamás salió durante 11 meses porque no conocía a nadie y tenía miedo de perderse en la ciudad. Pero a pesar de esto, su noblezase revela de nuevo: “Ellos no me trataban mal pero nadie me hablaba sino para decirme qué hacer y eso… y yo sufría mucho”. Finalmente se armó de valor y habló con los señores para decirles que ella quería volver a casa de su tía en Maracaibo.  Y volvió a ser persona, a poder conversar y a salir.

La curiosidad por esa ciudad que no conoció, la hizo volver un año después a Caracas. En el Zulia se decía que en la Capital las cosas iban bien. Me dice tajante que en Venezuela había mucha plata y no puedo evitar sonreír ante el dejavú de nuestra bonanza petrolera actual, pero ella cree que yo dudo de sus palabras y me ratifica su sentencia diciéndome que, al menos, había más plata que en Colombia. Me mira fijamente con sus ojos brillosos, tratando de convencerme de su afirmación y le hago un gesto  para hacerle saber que le creo y se queda tranquila. Lo sé porque vuelve la mirada al televisor que nos acompaña y emprende otro relato que justifica por qué dejó su último trabajo.

AdrianaCon su voz suave, su hablar pausado y dulce, va eligiendo las palabras con amabilidad: descubro que su verbo es inofensivo incluso cuando habla de gente desagradable. Me dice que después de años trabajando con esa familia, le llegó la noticia de que su madre había muerto en Colombia y entonces tuvo que ausentarse por poco menos de un mes. Al volver, se encontró una enemiga en su lugar, alguien que sin conocerla y sin tener razones, le había declarado la guerra. Me describe una a una las acciones que llevó a cabo aquella mujer, responsable de su  renuncia.

Yo espero que la rabia aparezca en su verbo, pero me relata cada episodio con sabiduría y elegancia. No usa ningún término  despectivo, no ofende, no menciona adjetivos insultantes ni descalificaciones. Al final del relato yo estoy resentida con aquella mujer de la que ni siquiera me da el nombre, pero María Tiburcia da por cerrado el asunto con una frase que muestra su esencia: “Es que a mí no me gusta pelear”. No pelea con la gente, no pelea con la vida, no pelea con la muerte, sino que las acepta tal y como son.

Ese carácter tranquilo no está exento de determinación. Cuando decidió renunciar e irse de aquella casa, la dueña conmovida se ofreció a darle una buena Carta de Referencia y su respuesta fue contundente: “Mi mejor referencia soy yo misma”. Me dice esto con una seguridad portentosa, que es la misma seguridad con la que me invita una y otra vez a que  pregunte en el barrio por su reputación. Insiste en que  cualquier persona que la conoce hablará bien de ella. Está satisfecha de la educación que recibió de sus padres en Colombia y de ser honesta a todo evento: “Yo en esta tierra he pisado  muy lindo. Yo vine bien educada siendo pobre, llegué con la frente en alto y así la mantengo”.

 

Adriana 1Está orgullosa de haber trabajado mucho por este país, de que todo lo que tiene se lo ha ganado con trabajo digno y de haber pagado todos sus créditos en González & Bolívar:  “Me gusta la honestidad” dice, y le atribuye esa virtud a sus hijos y a ese nieto acuerpado, con bigote, que debe rondar los 30 años pero que ella llama “el muchachito” y que vive con ella desde que tenía 3 años, cuando su mamá murió y ella lo recibió en la casa para criarlo como un hijo.

La mención del nieto le trae un recuerdo doloroso: la muerte de su hija Deisy Judith: aquella madrugada, Deisy estaba emocionada porque iba a conocer –por fin- la montaña de Sorte. Salieron muy temprano y la hija iba sentada a su lado. Le había recostado la cabeza en el hombro durante el trayecto. En la primera parada del autobús, Deisy le dijo que se sentía mal pero no le dieron importancia, se lo adjudicaron al viaje, a la carretera y al bamboleo del autobús. Seguramente en la montaña de la magia y los milagros, María Lionza desaparecería aquellos malestares. A medida que el autobús avanzaba, María Tiburcia cuenta que la cabeza de Deisy recostada de su hombro se iba haciendo más pesada, más y más pesada, hasta causarle dolor y hacerse casi insoportable, pero no quiso despertar a la hija hasta que llegaran a su destino.

Apenas el carro puso las llantas en el lugar, María Tiburcia comenzó a despertar a la hija. Le movió la cabeza, le agarró la mano helada y se dio cuenta que estaba muerta. De nuevo, no sabe decirme de qué murió su hija. Mira el televisor y llora. En un susurro casi inaudible, me dice: “La mató el hambre que ella tenía de ir para esa montaña”.

 

Su capacidad de ver todo lo que le sucede con inmensa nobleza, le permite no dejarse secuestrar por los fanatismos de la polarización política. Me dice que su casa se la reparó Chávez, con el programa Casa por Rancho que ayudó a que muchos ranchos hechos con tablas y techos de zinc tuvieran una estructura firme hecha de materiales. Lo dice como si el mismísimo Hugo Chávez, vestido con braga de obrero, pico y pala, le hubiese hecho los trabajos: “Yo tengo que agradecerle eso a Chávez, que me hizo ese gran favor… Lo que pasó fue que las personas que vinieron a hacer esto se cogieron la plata que Chávez les dio, sino esta hubiera sido una casa bien bonita”. También recuerda que al Barrio La Cruz lo ayudaron mucho los gobiernos locales de  Irene Sáez y Leopoldo López, a quienes llama por sus nombres de pila,  como quien habla de familiares cercanos: “Yo todos los días rezo por mis hijos, por Chávez, pido que liberen a Leopoldo, que le den su libertad…”.

Leopoldo López y Hugo Chávez, unidos en la fe de María Tiburcia resultan de una ternura que raya en lo desafiante.

 

El 5 de febrero de 2013, Jaime de Jesús, el último hijo muerto de María Tiburcia salió a comprar periódicos. Ella recuerda con admiración a ese hijo que dejó una ristra de alabanzas en boca de sus conocidos. Con orgullo, la madre habla de él mirando hacia la foto que corona la sala y recuerda una tras otra, anécdotas que le contaron sobre su honestidad, su simpatía, su pulcritud, su bondad. Según la madre que se apoltrona en sus recuerdos, Jaime de Jesús era un hombre bueno, “pero bueno de verdad”.

Ese día, atravesó la sala para salir después de lavar toda su ropa, como lo hacía cada mañana. Ella lo detuvo diciéndole: `¿Y tú no me vas a dar café?’ y entonces él se volvió para pasar frente a su madre con una taza humeante, se la entregó, le pidió la bendición y salió para no volver jamás. De nuevo, María Tiburcia juega con las imprecisiones que le causan menos dolor. Dice que no sabe de qué murió, que se cayó en el piso, que lo llevaron a Salud Chacao y después al Hospital de El Llanito y no abrió los ojos nunca más.

Después de compartir su dolor y su risa, le pido permiso para tomarle una foto. Asiente mientras se acomoda el cabello con su mano derecha, mira fijamente a la cámara con sus ojos brillosos y me sonríe. Cuando me despido, agradecida por su tiempo y su calidez, me dice: “vuelva cuando quiera que aquí estaré yo, aquí me quedé y aquí me voy a morir porque aquí están enterrados mis dos hijos”.


 

 

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La historia de estas historias

Nos propusimos dictar un taller de crónica. Nos propusimos, también, contar la historia del barrio La Cruz, en el municipio Chacao (Caracas), a través de los testimonios de vida de algunos de sus habitantes fundadores. Convocamos a miembros de la comunidad dispuestos a contar su vida y abrimos un taller de tres meses de duración en el que cada participante debía escribir (como trabajo final) la semblanza de uno de esos miembros de la comunidad. Uno pondría la historia y el otro una voz literaria para contar esa vida.

En una segunda etapa, bajo la misma modalidad y con nuevos participantes, repetimos la experiencia en la comunidad de Bello Campo, en el mismo municipio. El resultado fueron otras maravillosas historias de vida, que contribuyen a alimentar otras visiones sobre Caracas, como una forma de registrar historias cotidianas de nuestra ciudad,

Queríamos que fuera divertido y que todos aprendiéramos de todos. Estuvimos puliendo esas historias durante meses y, en efecto, nos divertimos y salimos un poco más sabios.

Y todos salimos ganando. Las comunidades, cuyas historias quedaron asentadas en este proyecto. Y los participantes, que aprendieron haciendo y conocieron otras formas de vivir en Caracas.

LEER: El taller de La Cruz: Coordenadas generales

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Agradecimientos

Queremos dar las gracias a la gente de la Gerencia de Turismo, de la Alcaldía de Chacao, dirigida por Mariana Andrade, que fomentó esta edificante experiencia, a Sebastián Pérez Peñalver, por las fotos que acompañan estas crónicas, y a Lennis Rojas, por el soporte técnico para el desarrollo de la página.

Con el apoyo de