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Josefina Díaz: «Soy realista»

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Por Sara Mendoza //

Era un martes de noviembre de 2015, esa tarde soplaba una brisa algo fría y estaba a punto de llover. Por la Avenida José Félix Sosa transitaban vehículos que, precipitados, sonaban sus cornetas exigiendo que todo obstáculo fuera removido. Sus conductores, permanecían incógnitos tras las ventanas color ébano. Y al parecer, en su delirio no se percatan que nada se interpone a su paso, al menos nada físico y real. Por la acera, otras personas van caminando a paso acelerado como en una carrera. Algunos llevan pan; otros, bolsas de mercado cargadas de harina y papel higiénico. Entre ellas se miran con disimulo, detallando los cargamentos de las bolsas ajenas. No levantan sus rostros, caminan con sus ojos clavados al suelo, y van esquivando en automático cualquier posible tropiezo.

En esta avenida está ubicada la comunidad de Bello Campo. La inaugura un marco que se abre a la maraña laberíntica que la conforma.

Si no conoces la zona es difícil imaginar que este lugar exista. Y que además, ese marco sea la entrada a ese espacio que parece ser una espiral infinita, algo caótica e inconexa con respecto a su entorno. Pero allí está, blindado, palpitante y vivo como un pulpo color ladrillo, que oculto en una roca permanece quieto, invisible y desconocido. Junto a ella, casi al frente del colegio “Mas Luz”, posan los minoristas clandestinos que, con disimulo descarado, distribuyen su mercancía. Al otro lado la Torre Británica, el hotel Altamira, y el cielo… con nubes cada vez más negras y densas.

Sara 1Ese día esperé cuatro horas para ser atendida por la señora Josefina. Al llegar a su casa toqué el portón, saludé y me asomé por la reja. Allí estaba en el fondo de la sala de su casa, sentada en una silla junto a una mesa con flores y un espejo. La pude vislumbrar en medio de la penumbra del lugar. Parecía escondida, oculta en una especie de gruta. Hablaba por teléfono, y levantó su mirada. Por su gesto había olvidado nuestra cita. Luego hizo un movimiento con su mano indicando que debía esperar, y continuó hablando por teléfono. No tuve otra opción.

Josefina no vive dentro de esa maraña. Su residencia es, más bien, una antesala. Aunque indudablemente, al verla desde afuera y escrutar su interior, no cabe duda… su casa, quizá inconscientemente, forma parte de esa convención laberíntica.

Esas convenciones involuntarias que surgen entre las calles, las casas y las gentes que las habitan crean lazos instintivos de convivencia. Las personas, se hacen tan parte de su comunidad y de su gente que terminan siendo muy parecidos dentro del mar de diferencias naturales de los seres humanos. Son especies de alianzas furtivas donde se vuelven parte de un todo sin perder el individualismo.

Ya es la hora pico… caen las primeras gotas.

Al fin Josefina llamó a alguien, y le pasó la llamada. Luego entró a una de las habitaciones, túneles más obscuros y profundos. Después de un par de minutos, salió hasta el porche para al fin abrir el portón y dejarme entrar.

Trazos y sombreados

Lo primero que define a Josefina es su sonrisa. Las veces que pude hablar con ella por teléfono y verla personalmente siempre estaba sonriendo. Es una mujer espontánea y coqueta. Apenas entré pude percibir su aroma. Ella señaló el lugar donde debía sentarme… una silla roja en un rincón en su porche. De inmediato se levantó un muro invisible e impenetrable. No podría entrar a ese túnel medio nebuloso que parecía su casa.

Luego de esto, en muchos sentidos, la vida de Josefina seria como esa primera visión que tuve de ella… una voz, una risa y una figura desdibujada en la penumbra de una casa oscura, y llena de cuartos desconocidos e impenetrables.

No pude evitar preguntarle por la fragancia. Ella puso su cara coqueta y dijo es Jean Naté, al tiempo que me miró y, en un gesto de encanto, hizo un parpadeo rápido moviendo sus pestañas con toda gracia y coquetería femenina, inclinó su cabeza, juntó sus manos, las colocó en su mejilla izquierda y sonrió. Luego agregó: “También uso Moana Bouquet”.

Se plantó en cuál era mi intención y qué quería saber. Luego dispuso sobre los temas que abordaríamos: la comunidad y su fundación. Y sin dejarme responder comenzó a hablar.

“Yo era sus ojos”

-Mi padre fue fundador de esta comunidad. Esta casita era de mi abuela… dijo Josefina frotándose los brazos.

Desde donde estaba sentada, levantó su cara por sobre el medio muro y con sus ojos entrecerrados, observó con cautela la calle y luego agregó:

-Recuerdo que estos caminos eran de tierra.

Al hablar de su papá su voz se quiebra y su mirada se pierde en el cielo gris. Sus ojos se vuelven brillantes, llenos de lágrimas que se niega a derramar. Mira el suelo, se lleva una de las manos a su rostro, mientras la otra, como un puño, se aferra a su bata con pequeñas flores azules. Por un momento era como si estaba allí sola… era como si recordara algo, que no se atrevía a mencionar. Las gotas de agua comenzaron a caer y a escurrirse entre las rejas.

De pronto dijo: “Mi padre murió hace tres meses”. Hizo un breve silencio y agregó: “Por las tardes siento que tengo algo que hacer, que algo me falta, y no sé qué cosa es. Hasta que recuerdo que papá no está. Todavía me pega su ausencia”.

—Todas las tardes se sentaba justo ahí —y me señaló con su dedo medio levantado—. En esa silla roja, donde tú estás sentada, esa era su silla. Mi papá quedó ciego, y yo era sus ojos.

Emitió un suave suspiro y finalizó su frase: “Era muy querido”.

Es posible que allí mismo sea el lugar donde, más adelante, se siente alguno de sus hijos y después sus nietos. Así como lo hace ella y así como lo hizo su abuela y su papá. Pues esa casa ha sido escenario de hasta cinco generaciones.

 

Sara 2

Ese porche estrecho como un pasillo se presenta como una especie de línea fronteriza que corta y separa de un lado el excesivo ruido de los autos y la gente en la calle con sus afanes y celeridades. Por el otro, el interior de una casa silenciosa. Ese espacio era como una trinchera de medio muro protegido por las rejas verdes, desde donde se puede ver al amigo que pasa y saluda, tanto como al negociante furtivo con solo elevar un poco la nariz.

La amenaza

Josefina es bien conocida en la comunidad de Bello Campo. No falta quien pase y pregunte por su salud. Ella se levanta de su silla, se acerca a la reja, habla con sus vecinos, responde sus preguntas y agradece su gesto. Siempre con la misma disposición… una gran sonrisa, palabras de ánimo que se proporciona a sí misma y a los demás. Afirma y reafirma “estoy bien, me siento bien”. Pero apenas se alejan, ella regresa a su silla, y su rostro cambia. Fuerza una sonrisa y manifiesta que a veces no puede evitar sentirse mal.

— No es fácil saber que se tiene cáncer, pero yo soy realista—. Frotó sus escasos cabellos blancos, y luego agregó: Es como la propaganda del sostén… uno es como un trofeo viviente.

Es notable cómo la amenaza de muerte es latente en la vida de esta mujer. El reciente fallecimiento de su padre, y ahora esa enfermedad que la reprime, son muestra de ello. A pesar de que se yergue, toma aire, aprieta sus manos y dice “pero estoy bien… me siento bien… tengo mucha fe”, y me mira como convenciendo que todo estará bien. Es evidente ese sentimiento de temor. Saber que se lucha para evitar la muerte es un escenario tormentoso.

Desde el 2012 ya había presentado algunos síntomas, y los médicos le decían que no era nada de qué preocuparse. Pero en 2013 se hizo una mamografía, motivada por el crecimiento acelerado de lo que había sido una pequeña “bolita de grasa”. Por su persistencia, la refieren a un mastólogo y tras varios exámenes, muy dolorosos, finalmente diagnosticaron. Fue sometida a una cirugía donde extirparon todo el seno. A lo cual accedió con total convicción de que era lo mejor.

Para entrar en la vida de Josefina Díaz, aunque sea por unos minutos. es necesario desacelerar… e ir a un paso de quietud, calma y serenidad que ella, con tono magistral, logra marcar. Josefina se define como una mujer realista, luchadora y valiente. Relata cómo en medio de su enfermedad ha sido un brazo fuerte para otros que, como ella, han tenido que pasar o están pasando por esta realidad. Muchos de ellos ya no están, otros siguen allí y, como ella, batallan por su vida.

Se cierra el portón verde. Sin levantarse de su silla, Josefina eleva un poco su cabeza por sobre el medio muro que resguarda su trinchera fronteriza. Allí permanece callada y vigilante. Un mar de gente, un piso húmedo, una despedida y el cielo aun gris.


 

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La historia de estas historias

Nos propusimos dictar un taller de crónica. Nos propusimos, también, contar la historia del barrio La Cruz, en el municipio Chacao (Caracas), a través de los testimonios de vida de algunos de sus habitantes fundadores. Convocamos a miembros de la comunidad dispuestos a contar su vida y abrimos un taller de tres meses de duración en el que cada participante debía escribir (como trabajo final) la semblanza de uno de esos miembros de la comunidad. Uno pondría la historia y el otro una voz literaria para contar esa vida.

En una segunda etapa, bajo la misma modalidad y con nuevos participantes, repetimos la experiencia en la comunidad de Bello Campo, en el mismo municipio. El resultado fueron otras maravillosas historias de vida, que contribuyen a alimentar otras visiones sobre Caracas, como una forma de registrar historias cotidianas de nuestra ciudad,

Queríamos que fuera divertido y que todos aprendiéramos de todos. Estuvimos puliendo esas historias durante meses y, en efecto, nos divertimos y salimos un poco más sabios.

Y todos salimos ganando. Las comunidades, cuyas historias quedaron asentadas en este proyecto. Y los participantes, que aprendieron haciendo y conocieron otras formas de vivir en Caracas.

LEER: El taller de La Cruz: Coordenadas generales

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Agradecimientos

Queremos dar las gracias a la gente de la Gerencia de Turismo, de la Alcaldía de Chacao, dirigida por Mariana Andrade, que fomentó esta edificante experiencia, a Sebastián Pérez Peñalver, por las fotos que acompañan estas crónicas, y a Lennis Rojas, por el soporte técnico para el desarrollo de la página.

Con el apoyo de