Por Deanna Albano //
Hay acciones de la vida cotidiana, aparentemente sin importancia, casi invisibles o que pudieran parecer hechos insignificantes o sin sentido y pasan inadvertidos a la mayor parte de una comunidad, como curar alguna pequeña herida a un hijo, un nieto o un vecino, hasta a un perro o un gato, pero sin embargo se torna trascendental, como cuando Nancy Rodríguez asistió un parto ella sola.
Un hecho que ella recuerda con orgullo:
“Una jovencita, vecina de la casa adyacente, en los últimos días de su embarazo. Empezó esa mañana con dolores, al poco rato las contracciones. Desde ese momento llamaron a la Ambulancia Caracas Para Todos, pero nada que llegaba. Solo estaba una tía, quien muy angustiada vino a llamarme para que la ayudara. Subí rápidamente y me di cuenta de que la cabeza estaba a punto de asomarse. Tampoco la podíamos bajar del tercer piso, porque se podría salir el niño.”
La joven presa del pánico, agarró lo que tenía a la mano: la tijera de cortar cabellos, la hirvió, llevó el alcohol y, con una inusitada pericia que ni ella misma imaginó que poseía, tiró con extremo cuidado de la cabeza del niño, quien salió con suma facilidad, y sigue contando sin presunción, ni jactancia:
“Calculé que podría tener unos cuatro kilos. Le corté el cordón umbilical y le hice un nudo. Sin embargo se presentó un problema: el niño no lloraba, aunque lo movía, y empecé a preocuparme. Lo zarandeaba y nada, le dije: Voy a tener que darte una nalgada, pero con una sacudida un poco más fuerte el bebé lloró. En eso pude respirar. Todavía no me había repuesto del susto, cuando llegó la ambulancia, pusieron a la madre y el niño en una camilla, y súbitamente me dijeron: Señora, tiene que acompañarnos. Tenía que declarar. Con un nudo en la garganta, el alma se me cayó a los pies y fui estremecida, pensando si acaso me iban a poner presa. Cuando llegamos, el médico me preguntó si había asistido en otros partos y dije la verdad, que era la primera vez. El médico me felicitó porque todo el procedimiento había sido correcto y también acerté con el peso, aunque el susto me duró un mes y no podía llevarme las manos a la boca sin percibir el olor. “
El miedo de haber hecho algo indebido, y luego la satisfacción por haber traído al mundo un niño, Fidel, quien ahora es adulto, le recordó su inclinación cuando dice con modestia:
— Quise ser médico… y me gradué de madre.
Llegó a la comunidad de Bello Campo a los catorce años. Allí se enamoró y a los quince se casó con un electricista, quien nunca le permitió trabajar. Era suficiente que atendiera la casa y los niños que habían nacido del matrimonio. Su vida transcurría apaciblemente. Parecía un camino trazado, una vida con altos y bajos, la construcción de la casa, ampliándola según crecía la familia. Quince años transcurrieron en relativo bienestar. Su hija mayor tenía catorce años, y la última niña de un mes de nacida era la alegría de la casa.
El día se volvió noche cuando perdió a su esposo, quien iba a realizar unas instalaciones en un edificio en construcción, sin paredes, y por un absurdo incidente, una palanca del automóvil falló y cayó al vacío desde el segundo piso.
Su voz se quiebra y algunas lágrimas asoman a sus ojos cuando evoca el accidente de su primer esposo. A los 30 años quedó viuda con cinco hijos, y no tuvo tiempo de llorar su tragedia. Tuvo que guardar el dolor y el recuerdo se retiró a aquel lugar recóndito del alma donde se entierran los recuerdos funestos, que nos acompañan durante el resto de la vida y de los que casi nunca se habla.
Estuvo recibiendo el sueldo del marido por un tiempo, el que ahorraba para los útiles escolares de los niños, y comenzó a capacitarse en peluquería, su primera fuente de ingresos, mientras los niños iban al colegio.
Recuerda una etapa dura, fueron días difíciles en la que no recibió ayuda, principalmente porque ella no la pidió. Hizo crecer a sus hijos, 4 hembras y un varón, dándole mucha importancia a la educación. y todos los ellos pudieron ir a una misma escuela cercana: el colegio Libertador. Una de ellas completó la Universidad, y todos trabajan y viven en la misma casa, de tres pisos, separada por apartamentos.
Posteriormente hizo un curso de repostería y trabajó como promotora cultural, primero en el Municipio Sucre y cuando Chacao se dividió pasó a Cultura Chacao, participando en cursos de panificación, cerámica gres y lencería. Su disciplina y seriedad la hicieron resaltar entre los alumnos y fue promovida a tallerista para facilitar los cursos en los sectores populares de San José de la Floresta, Barrio Nuevo, Bucaral y Bello Campo.
La inquietud y las ganas de mejorar sus condiciones de vida le hicieron comprar un terreno en Kempis, vía hacia Higuerote, hacia donde se desplazaba en una camioneta blanca pick up, 4 x 4. En una casa donde vive el hermano, quien se desempeña como latonero, criaban gallinas, conejos, y llegó a tener 120 conejos. Nancy llevaba el alimento, sin embargo la carretera aún es de tierra con muchos huecos y baches y en una oportunidad la camioneta patinó procurándole un fuerte susto.
En un segundo sobresalto aún más fuerte que el primero, visualizó los rostros de cada uno de sus hijos, recordándole que ellos la necesitaban, y que a lo mejor ella no podría tener una tercera oportunidad, se llevó a un vecino, el señor Héctor, y decidió matar a todos los conejos, y no correr más riesgos. Los vendieron limpios y arreglados a las carnicerías. Con mucho dolor tuvo que entregar la camioneta. Ahora se moviliza en un carro Malibú.
La entrevista se realiza en una pequeña sala multifuncional donde los adornos no tienen cabida, pero una gran vitrina muestra la vocación originaria de Nancy: un surtido completo de insumos de primeros auxilios. En cualquier momento alguien podría sufrir un percance y sabe que tocando el timbre de esa pequeña y acogedora casa conseguirá una curita, el alcohol, agua oxigenada y una persona amable y solicita tendrá la palabra adecuada, y sin preguntas innecesarias ofrecerá la solución correcta para atender el accidente. Una gigantesca Biblia ocupa el lugar de entrada, en un pulido y sofisticado atril de madera. Una máquina de coser y la cava de helados completan el sencillo mobiliario.
Una sala taller donde se desarrolla la vida diaria, donde niños entran y salen, saludan educadamente, algunos colegiales se asoman a comprar helados, otra de sus fuentes de ingresos. Nancy es una señora de finos modales, de hablar pausado que va contando su vida en un tono sosegado. Estamos sentadas en unos muebles que fueron de ratán y que ella misma desarmó y tapizó, sin que nadie le enseñara.
Recuerda que fue una niña tremenda, pero decidida, cuando a los once años pidió ser internada en la Ciudad de Los Muchachos, en Guarenas, donde permaneció hasta los catorce años. Siente que fue una gran experiencia porque aprendió muchas de las actividades que hoy ejerce y allí le tomó interés a las manualidades. Destaca no haber sido una buena estudiante, pero sí muy pila en la vida práctica. Practicó con sus muñecas de trapo su vocación de médico, las arreglaba, zurcía cuando se deterioraban. También evoca el recuerdo de, cuando niña, le agarraba la pasta, el arroz a la mamá y la cocinaba, afuera en leñas, para sus amiguitas. La mamá decía: “Esta muchacha va a ser cocinera”.
No estaba muy equivocada.
Le encanta la cocina, pero más disfruta del abuelazgo, pues mientras cuida a algunos de los siete nietos, hace tortas por encargo, pero lo que le da más satisfacción es hacerlas para los chiquillos de la familia. Ellos esperan con ansiedad las celebraciones de cumpleaños para disfrutar del sabroso pasticho, los cachitos o los golfeados que salen de estas manos incansables. El curso de lencería tampoco cayó en el olvido, hace monos y trajes de baño para niñas y jovencitas.
Tres altos escalones y una cortina separan lo que suponemos es el dormitorio. Se asoma un amable señor, es José Paiva, su segundo esposo desde hace veintiséis años. De tímida sonrisa, su mirada recorre la sala y se retira sin pronunciar una palabra.
Algunas vecinas aseguran, con propiedad que Nancy Rodríguez es: “Una mujer echada pa lante”. Una joven bisabuela de 63 años, a quien le gustan las cosas claras, la sinceridad y a lo largo de su vida ha demostrado ser una madre siempre presente, una abuela disponible, de acciones cotidianas que significan tanto en la vida de los hijos, de los nietos, de los vecinos, una mano amiga para quien la necesite, con olor a vainilla, a torta recién hecha, melado de papelón, con sonrisa incluida.
Mientras conversamos, un joven se asoma a saludar a través de la reja. Nancy afirma con orgullo:
—El es Fidel, ahora tiene 35 años.
Otro homenaje a la resiliencia de la mujer venezolana … desde la razon de Deanna que ve mas alla de las ollas y cachivaches !!!