Por Sandra Pérez Timaure //
Ingreso al Sistema Metro de Caracas con dos buenos amigos. Ya en el andén, el tren se detiene y pasan breves segundos antes de que abra sus puertas mientras la imagen de Reverón con su sombrero de copa y un cigarrillo incluido, nos saluda junto a dos de sus muñecas de trapo. Es cuando uno de mis amigos se deja llevar por la estampa estrafalaria del artista y lo llama “el pintor del pueblo”. Ya dentro del tren, ahora frente a una fotografía mucho más joven del artista, mi otro amigo nos saca del error, con la anécdota de que Reverón fue un gran académico que estudió en Francia en las mejores instituciones de arte y que de esa forma se había relacionado con las personalidades más relevantes de la época. ¿Cómo fue que terminó en La Guaira vistiendo pantalones improvisados, aislado del mundo y haciendo muñecas de trapo para usarlas como modelos de sus pinturas?, fue la pregunta que generó tal revelación. “Quizás fue que no soportó todo el ruido y creó su propio Castillete para aislarse del mundo”, fue la única respuesta que nos pudo dar mi amigo.
Llego a Altamira, mi estación de destino, me despido de ellos y camino rumbo a la Comunidad de Bello Campo esperando encontrar, ahora sí, después de varios intentos, a la Señora María Sánchez, y obtener de ella sus propias anécdotas.
La primera vez que visité el Sector Bello Campo me fue un poco difícil encontrar la casa de la señora María, al punto de que terminé preguntando a los vecinos de la Vereda El Nazareno cuál era la que correspondía al número que me habían dado como referencia. Llegué así a un pasillo que se abría fuera de la vía principal en la que se encontraban cuatro casas: dos de ellas con fachadas modernas, rejas cerradas y puertas abiertas que mostraban gran parte de su interior, otra con una escalera exterior cubierta por completo con una reja que impedía a los extraños avanzar más allá de su entrada y, la de la señora María, con una fachada sencilla y una puerta sin timbre y sin reja, que por su estructura daba señales de cargar unos cuantos años sobre sí, y cuya ventana entreabierta me permitió negociar pocos minutos con ella luego de que se excusara con que no podría atenderme debido a que tenía una cita médica. En consecuencia, quedé en hacer próximamente una visita más extensa con la que buscaría pistas que me permitieran hacerme una visión de su vida y sus circunstancias.
En esa oportunidad, la señora María me respondió desde lo que parecía ser su cocina. Se encontraba haciendo arepas. Hacia el exterior salía un aroma a café mezclado con humedad y con el olor característico de los lugares que por lo general se encuentran cerrados. Un muro que posiblemente no tiene más de un metro de altura, separa la estancia en la que ella se encuentra de las escaleras que parten desde la entrada, y que conducen al nivel inferior de la casa. Pegada a la pared paralela a dicho muro se encuentra otra escalera que conduce a un nivel superior. Esa habitación no sólo sirve de cocina sino de sala común y paso obligatorio para los habitantes de esa casa, según infiero al observar el recinto. Hay tres sillas de mimbre y cabillas que delatan su uso y las sencillas condiciones que acompañan el vivir de estas personas. Observo además, al fondo, un reloj detenido y un adorno de navidad de aspecto desvencijado, cuyo polvo indica que su permanencia en esa pared no se restringe solamente a la época del año en cuestión, sino que es una presencia constante. Mi mente vuela a los recuerdos lejanos de mi infancia de la casa de mi bisabuela en el estado Zulia, en los que, similar a lo que ven mis ojos en ese momento, los adornos que se colocaban en las paredes terminaban siendo continuos moradores de la misma sin importar su funcionamiento o su correspondencia a una efeméride, y recordándome ese estadio de vida, en el que es difícil, para algunas personas, someterse incluso al cambio más sutil que podría representar el guardar un adorno o eliminar un aparato que culminó su vida útil.
En mi negociación le pregunto qué día la puedo visitar. Me dice que esa semana estará muy ocupada, que regrese el viernes, no en la mañana sino más bien después del mediodía, cuando haya salido de las ocupaciones que genera la hora de almuerzo. Continúo tratando de fijar una hora, preocupándome el titubeo y el ademán que hace con la cabeza sobre la idea de mi visita. Lanzó varias opciones posibles hasta que dice, “sí, esa”. Repito la opción que considero que fue la acertada para confirmar y aumentar las posibilidades de superar, en mi próxima visita, el umbral en el que había permanecido hasta ahora.
La señora María es una persona mayor. Su cabello corto está completamente blanco. Cuando pregunté a sus vecinos, les costó un poco ubicarla por su nombre completo por lo que presumiblemente no tiene mucha interacción con ellos. Su mirada, un tanto esquiva durante esa primera conversación, me dio pie para presentir la incomodidad que pudo haberle causado mi presencia y esa intención de explorar los recuerdos de su vida. Ya de regreso a la vía principal del sector, me llamó mucho la atención el contraste de niños corriendo en los pasillos, personas conversando animosamente en diferentes esquinas, algunas motos que entraban y salían de la zona, señoras sentadas en sillas en la puerta de su casa y ese rincón que me había tocado visitar, aislado en una especie de aletargamiento silencioso que lo separaba del bullicio propio de la comunidad.
Para mi segunda visita me dije que apelaría a la reciprocidad humana y al sentido del gusto, así que, armada con un dulce de panadería y con mis ideas sobre cómo llevar la conversación, me dirigí nuevamente a la comunidad dispuesta a cambiar el dulcito por historias. Cuarenta y cinco minutos estuve frente a esa puerta. Esta vez teniendo como únicas interacciones la caricia que le hiciese al gato de la vecina que, el verme frente al puerta de esa casa, despertó su curiosidad y salió a mi encuentro, y la breve conversación con un residente de la edificación de la escalera enrejada que, al preguntarle sobre si sabía algo de la señora que vivía en esa casa, me planteó rápidamente que no la conocía y que había salido tan temprano de su casa que no sabría si sus vecinos se encontraban o no en su casa. La falta de timbre y de teléfono no ayudaba mucho a mi situación, así que pasado el tiempo que mi paciencia me permitió, me dirigí a la Plaza Francia de Altamira, no sin antes atravesar los pasillos llenos de vida del sector.
Regreso una tercera vez, ahora con mandarinas esperando que la prosperidad atribuidas a estas frutas me den suerte con mi entrevistada. Al llegar al umbral encuentro a una señora joven llenando un tobo de agua en un grifo de una tubería externa que no había notado. Me presento, le comento brevemente sobre la razón de mi visita y le pregunto por la señora María. Me indica que está durmiendo y que prefiere no despertarla. Me pide entonces que regrese más tarde al tiempo que termina de llenar su envase de agua. Le pregunto si cree que a las cinco me puedan atender y me dice que a esa hora la señora María va a la misa, una costumbre que al parecer es bastante extendida entre los pobladores de esa comunidad. Me dice que la mejor hora en la que considera me podría atender sería las siete y media de la noche. Le planteo que no podría a esa hora, que entonces regresaría el fin de semana. Me responde que le dirá a la señora María para que me espere y cuando intento proseguir la conversación para investigar su vínculo con mi entrevistada, o al menos dejarle las mandarinas para ir abonando el camino, me encuentro nuevamente con una puerta cerrada y las especulaciones de mi cabeza.
Frustrada por no poder hacer la visita el fin de semana, decido hacer un último intento, esta vez en la mañana. Me encuentro nuevamente con la puerta que no se abre pese a mis esfuerzos por hacerme notar, el silencio que contrasta con el ruido de los alrededores, roto a intervalos por mis esfuerzos y la mirada del gato de la vecina que esta vez permanece impávido sin acercarse. Quedo nuevamente frente a esa puerta por el tiempo suficiente como para hacer memoria de cada una de mis visitas a la zona, recordando en detalle las circunstancias de mi primera visita: mi traslado en Metro con mis amigos, las imágenes de Reverón que el programa “Arte en tren” nos cruzó ese día, la pregunta en el aire sobre la vida del artista y el retumbar en mi cabeza de la respuesta de mi amigo. Un artista, un ser sensible, un ser que quiere alejarse del barullo. Un ser ajeno, reservado, desconfiado, un ser aislado. Observo nuevamente el umbral que me había servido de refugio y de sitio de espera. Empiezo a darle mayor sentido a ese silencio que me pareció tan contrastante con una ciudad que difícilmente enmudece. Empiezo a pensar en ese estadio de la vida en el que algunas personas se vuelven tan renuentes a los cambios. Condición que si bien podría ser producto de la añoranza, podría explicarse también como el producto del aumento de la sensibilidad, del apego a lo conocido y del rechazo extremo a la incertidumbre. Un ser sensible.