por Adriana Ponte

Foto: Régulo Gómez
Llego al Unión y son un poco más de las 3 de la tarde. Vengo de caminar por el boulevard de Sabana Grande bajo un sol que se cuela inclemente en mi piel, pero unas nubes gordas y grises anuncian que de un momento a otro ese calor le dará paso a la lluvia. Pido un café y José Vieira, que está detrás del mostrador, me atiende con amabilidad. Es hijo de inmigrantes portugueses y ayuda a su suegro con la atención del local. Me sirve el café con una sonrisa de por medio y una cortesía que hoy en día es escasa en cualquier lugar de Caracas. Acto seguido, señala con su mano varios recipientes con canela, azúcar y cacao.
El Abasto Unión no tiene nada que envidiarle al sillón del psicoanalista más prestigioso de Caracas. Su terapia más efectiva fue pensada por los grandes ideólogos de la escuela del café y de los mostradores de pantry. Desde los años 60 y con su innegable sello masculino, muchos cafés de Caracas ofrecen sin saberlo la cura a las más profundas patologías del yo. Las historias que se cuentan en estos locales son tan variadas como las formas de servir el café en Venezuela: dramas densos como el expreso, historias entre el amargo y el dulce del marrón oscuro, odiseas amorosas con la textura de un buen marrón claro o alegrías que tienen la ligereza del guayoyo.
En ese pequeño espacio, una lámpara azul de largos bombillos blancos cruje cada mañana al encenderse para inaugurar la plaza común que se levanta en la Calle Unión, una de las trasversales del boulevard de Sabana Grande. El local es rotundamente viril, un espacio donde sin lugar a dudas predomina lo masculino. El mostrador principal que alguna vez fue blanco, ha perdido algunas partes y se ha desgastado en otras. Sobre él, hay una pequeña vitrina de vidrio que ofrece panes de leche, galletas Susy® y por la casa, pasteles, “sanduiche” y “croisant jamón y queso”. Cuando hay hambre, no es relevante la ortografía.
La máquina de café FAEMA es la reina absoluta del lugar. En torno a ella se han reunido las voces de venezolanos, italianos, peruanos, españoles, dominicanos, colombianos, chilenos y portugueses que han contado sus verdades y mentiras, con un café por delante. Hay una nevera empotrada en una pared repleta de objetos que cuelgan como una lluvia de miriñaques, junto a letreros hechos a mano y un tradicional almanaque de Café San Antonio. Frente al mostrador, en una vitrina con una capa de polvo que entorpece la vista a través de sus vidrios, se pueden ver elementos de diverso talante: cuadernos escolares, pequeños candados, mentol chino, tizas, vasos plásticos, barras de silicón y un cortaúñas con pececitos de colores en el mango.
Un poco más allá del mostrador, hay un pasillo, cuya profundidad es difícil de calcular porque hay demasiados objetos entre la entrada y lo que parece ser el fondo. La estantería que alguna vez estuvo repleta, hoy está huérfana de productos. Un mueble blanco de madera está coronado por escobas de colores y contiene en sus gavetas frutas, legumbres y vegetales. Todo esto se encuentra bajo la mirada vigilante de un retrato pequeño del Libertador Simón Bolívar, que se ubica en lo alto junto a un letrero hecho a mano que indica que el Unión “es un ambiente 100% libre de humo del tabaco”. Hay cientos de objetos colgantes por todo el local: tijeras escolares, hojillas de afeitar, pega loca, bolígrafos, afeitadoras. Cualquier biólogo de quincallas podría pasar la vida definiendo la maravillosa taxonomía del Unión. El dueño es el señor Arturo Pinto. Nació en Portugal pero vive en Venezuela desde 1958, cuando el país lo recibió como parte de la enorme ola migratoria que llegó a América desde la Europa de la postguerra. Atiende el abasto-café en compañía de su yerno José Vieira, siempre atentos y cordiales, dispuestos a servir el mejor café en tiempos de crisis.
Los visitantes del Unión son diversos. Muchos de ellos llegan a la calle del mismo nombre, atraídos por los locales cercanos que vendían diminutas piezas para elaborar maquetas de arquitectura o materiales de aeromodelismo. Han coincidido frente al local y han hecho una amistad con sus dueños que les permite a éstos adivinar el tipo de café que toma cada uno de ellos, sin que exista una orden por medio. Llegan, se saludan joviales, conversan y toman café. Mientras José está ocupado cargando la máquina FAEMA para alistarla con otro servicio, los hombres se ríen. Aunque uno de ellos mira hacia la calle distraído, no se rompe esa complicidad repleta de testosterona y el chanceo masculino que se basa en largar alguna frase que haga carcajear al otro. Van llegando otros caballeros cuya edad se aproxima a los 50 años y se acercan al grupo que está conversando con el mostrador como apoyo. Se instalan y hacen una ronda. Se saludan con un gesto casi imperceptible y de inmediato, la FAEMA se activa de nuevo.
Los hombres siguen en conferencia al borde de la calle. El que ha llegado de último, da unos pasos hacia fuera del local y saca un cigarrillo. Se cuida de botar el humo lejos. Se preocupa porque el aire de los otros se mantenga limpio y cuando echa una bocanada, se abanica la cara para ahuyentar el humo. Habla desde lejos con el cigarrillo entre los labios. Los cafés se acabaron hace rato, pero allí continúan los hombres. Son una parte fundamental del Café Unión.
La lluvia finalmente deja de ser una amenaza y llega, con sendas gotas que caen dispersas. La reunión se diluye. No hay una despedida en el sentido estricto, porque ese encuentro no necesita de las buenas costumbres: estos hombres han superado las formas y poseen la belleza del diálogo silencioso que se da por debajo de las palabras explícitas, la necesidad de encontrarse teniendo como excusa un buen café. Unos salen hacia el norte y otros han bajado por la calle Unión hacia la avenida Casanova, acelerando el paso y perdiéndose entre la lluvia. Hay que decirlo: el Unión, es más que un abasto, es el café que engendra una fraternidad ante la cual hasta la masonería se moriría de envidia.
Adriana Ponte Guía. Es Licenciada en Artes, mención promoción cultural y tesista de la escuela de Educación de la Universidad Central de Venezuela (UCV). Culminó la Maestría en Planificación del Desarrollo mención Política Social en el CENDES-UCV. Ganadora del 1er lugar del Concurso Ideas 2011 en la categoría de Emprendimiento Social con el proyecto “Sobrevivir”. Actualmente es consultora el área de Planificación del Desarrollo, Derechos Humanos, derechos de los niños, niñas y adolescentes, en organizaciones de la sociedad civil en Venezuela.