por Denise Armitano
“El pie es una pieza maestra de ingeniería y una obra de arte” Leonardo da Vinci
Me declaro incondicionalmente urbana, amante del palpitar de la ciudad, de su gente anónima con historias que contar, de su caos, de su agresividad y, al mismo tiempo, de su generosidad, palpable a través de la creatividad que día a día se cuece en ella, a fuego lento o en una llamarada.
La ciudad donde siempre pasa algo y todo cambia, se consume, está destinado a desaparecer –o reinventarse– me seduce, pero es la Caracas que desafía la vorágine y su propia voracidad a la que pertenezco: la urbe imbricada dentro de sí misma, lejos de las autopistas, ésa que mantiene la escala humana y que aún podemos transitar a pie y a placer.
Es en la ciudad dentro de la ciudad donde persisten comercios “de toda la vida”, atendidos “por su propio dueño”, como suele pregonarse para garantizar calidad de servicio. Algunos se encuentran en locales de atractiva ubicación, cerca de un importante flujo de personas. Otros sobreviven, ocultos en sótanos o recovecos olvidados. Todos tienen en común el haber resistido a los embates del tiempo y a la ferocidad comercial que ha asfixiado a muchos de ellos, sustituyéndolos por franquicias, ventas de comida, de celulares y, en general, de todo a lo que se le pueda sacar provecho, mientras más rápido mejor.
En Bello Campo, a una cuadra de la efervescente avenida Francisco de Miranda, hay un local sin aviso ni nombre. Una intrigante oferta –escrita a mano con pintura blanca sobre la vidriera– promete un “examen gratis de los pies”.
Esa frase, junto con algunos pares de calzado ortopédico colocados al descuido y una publicidad desteñida de la marca Berkemann, revela la vocación comercial del negocio. A más de un transeúnte habrá hecho detenerse para preguntar cómo es ese examen gratuito. Yo no fui la excepción.
Sentí que no podía dejar pasar la oportunidad de descubrir las sorpresas que intuía en ese lugar. Fue entonces cuando “apresúrate lentamente” y “no tengo tiempo para tener prisa” se tornaron consignas urgentes.
Al traspasar el umbral, una atmósfera refrescante y sosegada, que parece desasida del presente, contrasta con el bullicio de la calle y el agobio del mediodía. El anticuado mobiliario de madera, de líneas inspiradas en los diseños de los años cincuenta y sesenta, ejerce el mismo efecto de ciertos productos que han conservado su empaque y tipografía originales a través de las décadas. De sólo verlos, nos trasladan al pasado. Es como si allí el tiempo se hubiese detenido hace cuarenta años.
Afuera, a sol y lluvia, van y vienen, se cruzan y tropiezan los pasos apurados de los zapatos de oficinistas con uñas encarnadas, de los mocasines colegiales con soportes para pies planos, de las botas todo terreno contagiadas con pie de atleta, de las plataformas extravagantes con juanetes en desarrollo, de los made in China ya no tan baratos –aunque siempre saquen callos– y de aquellos, más refinados y “suaves como un guante”, pero encaramados sobre dos y tres sueldos mínimos.
Adentro, se procura remediar todos esos maltratos. El piso de granito blanco y las paredes revestidas de baldosas le dan un aire de asepsia al lugar. La brisa de un ventilador acaricia las cortinas color mostaza que garantizan privacidad en los cubículos donde se realiza el servicio de quiropedia.
Una señora rubia de evidentes rasgos europeos, me da las buenas tardes desde el mostrador. Colgado en una pared, un diploma de la Escuela de Especialidades Médicas de Madrid certifica que, desde 1961, Francisco Bolón está facultado para ejercer la profesión de “Cirujano callista”.
Las sandalias y zapatos ortopédicos de manufactura nacional, exhibidos en varios muebles-vitrina, lucen poco agraciados y son escasos. Probablemente la falta de materiales también haya hecho mella en este renglón. Por el contrario, cremas y bálsamos todavía ofrecen diversas opciones de tratamiento: una promete hidratación profunda para pies “extremadamente secos y agrietados”. Otra, de color verde, les brinda alivio y frescura. También hay un tónico azul para activar la circulación de las piernas cansadas. No sé por cuál decidirme, pero no me iré sin un souvenir del lugar.
A los clientes se les da una tarjeta para anotar las citas en la que aparece el nombre y la vocación del negocio: Instituto Quiropédico. Cuidado científico de los pies. Tengo años sin acudir a un servicio de quiropedia. La idea de recostarme en una silla-cama de semicuero rojo que veo de soslayo en uno de los cubículos y de entregarle mis pies a un “cirujano callista”, me produce cosquilleo…
Ataviado con impoluto uniforme blanco de camisa manga corta y pantalón, un señor de piel muy clara, escaso cabello canoso, manos delicadas y piernas largas, lee la revista Hola, sentado en una de las sillas de diseño pseudo escandinavo.
Llega una clienta preguntando por el señor Bolón:
–Paco, es para ti –dice la señora rubia con voz de mando.
El hombre, de unos setenta y tantos años, se levanta. Tiene porte y distinción en los ademanes. Me llama la atención el contraste entre lo veraniego del uniforme de algodón y la severidad –más bien invernal– de su calzado cerrado, de cuero negro impecablemente lustrado. Con un susurro, Francisco “Paco” Bolón, le pide a la clienta que se instale en el cubículo de la silla roja. Sus gestos parsimoniosos y el acento castizo que logro distinguir, lo revisten de carácter venerable, casi sacerdotal. Ambos desaparecen tras la cortina, como si fueran al confesionario…
Me decido por la crema verde a base de mentol y alcanfor. No hay punto de venta: “Sólo efectivo o cheque”, advierten desde el mostrador. ¿Todavía habrá gente que paga con cheque? En lugares como éste uno podría lucir lo que dejó de usarse por obsoleto, como una elegante –pero inútil– porta chequera.
Al salir, con la prisa en los pies, tropiezo con dos quiropedistas sexagenarios que caminan al unísono. Mi mirada curiosa se encuentra, de nuevo, con unos severos y probablemente incómodos zapatos “de vestir”, de cuero negro, cerrados con cordones. Algo en ese contraste de materias, colores e intenciones, transmite una sensación de aprisionamiento y ahogo…
Aunque se ha hecho tarde, el tiempo que le robé a mi rutina, me permitió conocer el Instituto Quiropédico al que he de volver por un “examen gratis de los pies”. Con la crema alcanforada cual tesoro en la cartera, ansío la hora de aliviarme y descansar del diario caminar. Se ve untuosa como una mantequilla. Su aroma, fresco y penetrante, tiene el poder de trasladarme a ese lugar ubicado en una dimensión donde el transcurrir del tiempo, fugaz y depredador, parece diluirse en la milenaria práctica del cuidado de los pies.
Afuera, en la calle sufrida, zapatos deportivos “de marca” cultivan todo tipo de micosis, corren y sudan por cumplir sueños, huyen de la codicia, mientras los pies femeninos –casi desnudos– flirtean con el asfalto. Apenas los cubren unas “cholitas” que, si bien los ampollan, llegaron para quedarse porque son lo más barato que hay para andar fashion.
La urbe sigue su curso. Hoy evoca a la perfección aquella ciudad de José Antonio Ramos Sucre que “…agobiada por el tiempo y acogida a un recodo del continente, guardaba costumbres seculares”.
Publicista y traductor literario del francés. Jefe Especialista de Eventos en la Galería de Arte Nacional desde 2002. En el año 2008, inicia una colección de abanicos antiguos que ha exhibido en Caracas y en São Paulo (Brasil). Investiga y da charlas acerca del tema del abanico, el coleccionismo y la vestimenta. Ha realizado cursos y talleres literarios con Verónica Jaffé, José Balza, Héctor Torres y Miguel Hidalgo Prince.
Algunos de sus textos están publicados en http://arcadablog.wordpress.com