Sitio colectivo de crónicas sobre la ciudad de Caracas

Puertas abiertas, llaves pavimentadas

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Un recuerdo del Café Rajatabla.

Por Milagros Amarista.


Escondido tras el Edificio Rajatabla, en el epicentro cultural de las Bellas Artes, un café de puertas abiertas aguardaba el calor de las máscaras. En la entrada, como sello de su libre albedrío, llaves amalgamadas en el pavimento daban la bienvenida. Sin códigos, ni contraseñas, ni condiciones, la jungla caraqueña era recibida en el Café Rajatabla, un local que no se reservaba el derecho de admisión.

La entrada era estrecha, un callejón que se ensanchaba hacia un cuadrilátero trapezoide. En el lateral derecho, una galería de carteles de teatro elevaba la memoria del grupo actoral Rajatabla. En la línea frontal, una pequeña terraza, improvisada sobre un cuarto de lavado, salvaguardaba el discplay. En la esquina izquierda, dos umbrales, de puertas inexistentes, dejaban al descubierto los baños del local.

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Foto: Régulo Gómez

Un rectángulo de ladrillos, con una ventana de latón, se hallaba en el fondo. Allí, las máscaras camaleónicas se apiñaban para pedir, billete en mano, el expendio de cervezas, jugos y sándwiches. El centro del cuadrilátero se repartía entre un techo de acerolit rojo y una pista de cemento al aire libre. Bajo el techo, mesas y sillas de plástico se disponían al disfrute de las palabras, mientras que en la pista los cuerpos se regocijaban.

En un principio, el café Rajatabla, era un carrito parado en la antigua quinta del Ateneo de Caracas. Un pequeño kiosco que abastecía las ansias de la clase media que asistía la vida cultural de la Caracas de los años setenta. Fue la fuerza de las máquinas de construcción y el polvo de la demolición de la vieja quinta del Ateneo, lo que empujó al carrito sin nombre hacia el patio trasero del Teatro Rajatabla.

Exiliado del Ateneo de Caracas, para quien ya no hizo falta, el carrito poco a poco, y de dueño en dueño, fue transformándose y adaptándose a la influencia de la juventud  desenmascarada de las tablas rajadas. Los Festivales Internacionales de Teatro y el Festival de Nuevas Bandas catapultaron su popularidad. Pero el ascenso, inevitablemente, implica el descenso.

La ebriedad, ligada a la célebre alucinación de las drogas, se convirtió en epíteto infame del lugar. La decadencia, sin embargo, fue el plato favorito del café a lo largo de treinta años. Hasta que, en el año dos mil nueve, con la llegada de La Universidad de las Artes (UNEARTES) al edificio del Ateneo, sus puertas fueron cerradas. Su clausura fue justificada por los carteles de droga, las riñas que allí se armaban y los nuevos fines que el proyecto UNEARTES había destinado para el espacio.

A seis años de su cierre, sus puertas continúan de par en par, pero el único recuerdo vivo que permanece del café rajatabla es un cementerio de llaves. Llaves de puertas selladas por el pavimento, puertas que jamás volverán a ser abiertas. Obreros duermen en sus inmediaciones, la tierra amarilla sobresale del cemento resquebrajado, sacos llenos de escombros y tanques de agua ocupan el lugar. Del café no queda más que el recuerdo, porque ni siquiera en el ciberespacio se hallan fotografías o reseñas. Al parecer, el Café Rajatabla, es un lugar abolido en el tiempo, un espacio que nunca existió.

Eugenio Montejo decía que el verdadero exilio consistía en la abolición del espacio. Y Gastón Bachelard que la memoria habitaba en el espacio y no en el tiempo. La arquitectura parece ser el único arte inmóvil, una producción artística capaz de prevalecer en el tiempo. Pero también hemos creado el arte de la demolición y, peor aún, el del olvido. Si poco a poco, y a la fuerza, hemos sido separados de la tierra de la que nos hemos apropiado con nuestras pisadas, y si por ahí dicen que “el venezolano no tiene memoria”, ¿qué quedará de nosotros?

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Foto: Régulo Gómez

Los exiliados de la ciudad, que compartían en el Café Rajatabla, continúan gozando, sin ningún tipo de culpa, de la noche y sus placeres. La ebriedad y la recocha son la mejor fórmula contra el recuerdo. Nuestra frágil existencia, vilipendiada y herida, se ha preservado gracias a la mala, o nula memoria de la que somos tildados. El olvido es el mecanismo de defensa primordial de todos los venezolanos y venezolanas. Y para nosotros es mejor así, porque podemos seguir bailando y bebiendo sobre el pasado y el mañana; viviendo, en felicidades instantáneas y momentáneas, nuestros sueños americanos.

El actor del teatro Rajatabla, y último encargado del café homónimo, Pedro Pineda, conocía de la ebriedad y su relación con el olvido. Pero también sabía de la importancia y el poder del recuerdo. Las llaves en el pavimento no fueron cosa del azar dentro del diseño del café. El actor Pedro Pineda las enterró en la entrada para que las mentes obnubiladas de cebada invocaran la memoria y, así, sus manos sintieran la necesidad de palpar el frío del  metal plano que asegura casas, automóviles, oficinas, diarios y otros lugares de intimidad y pertenencia.

Las noches del rajatabla  estallaba en carcajadas, en miradas cómplices, los cuerpos se contoneaban al ritmo de la clave que atravesaba los cajones negros del discplay. “Era el ser humano sin etiquetas”, cuenta Pedro Pineda mientras sus largos bigotes despegan y reposan de, y sobre, sus labios. Su voz es archivo que remueve polvaredas de recuerdos.

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Foto: Régulo Gómez

Un tipo encorbatado bebía, codo a codo, con el malandro más paupérrimo de Caracas. El malandro olía mal, pero eso no importaba. Juntos hablaban de la jevita que, frente a ellos, bailaba sola, pasando la nota. El sitio estaba hasta el culo, no cabía más nadie y, no obstante, gente de todos los colores y olores seguía traspasando la reja.

La meta era llegar hasta la barra rectangular. Lo más difícil era atravesar la palestra viviente. Siempre uno se topaba con el otro y, en saludos y cuentos, la saliva se consumía. La boca seca volvía a recordar el objetivo, redirigiendo el movimiento hacia la ventana de latón, donde las manos del señor Pineda desnudaban, de abajo hacia arriba, una negra vestida de novia.

Una cerveza barata tras otra, el encorbatado intercambiaba pareceres y opiniones de cualquier cosa con el malandro y otros seres arrimados a la conversación. Entre tema y tema echaban una bailaita. Con la barbilla puesta sobre el hombro de la muchacha, el encorbatado vio de reojo a una pareja drogándose en el baño, pero lo común no le hacía distraerse del zumbido de la sangre danzando dentro de sus venas, de la música que resonaba en sus huesos, de la cebada que extasiaba su aliento.

Una botella rompió el aire, y al caer hizo trizas la concentración de las máscaras camaleónicas. Unos punketos se caían a golpes, los miedosos se iban, los que ya estaban acostumbrados, observaban cómo Pedro Pineda los auyentaba y tranquilizaba. Si querían seguir peleando tendrían que irse, sino se quedaban. Las peleas eran parte de la diversión y el encorbatado, ya borracho, lo sabía, por ello celebró la ruptura del instante con vituperios y brazadas en el aire.

Un ritual carnavalesco se festejaba cada noche en el local. Los camaleones desenmascarados demolían la torre de babel. Las jerarquías sociales, económicas, políticas, raciales y sexuales, se quedaban detrás de la reja verde. Adentro reinaba, libremente, el caos, la locura, el alcohol y la putería. La esencia de la vida humana se renovaba con el calor de los cuerpos; quienes expiaban de su piel los miasmas de la cotidianidad.

Al amanecer, Pineda sacaba un machete, lo raspaba en el suelo y, cuando la candela chisporroteaba de la hoja de metal hacia el aire, gritaba: “¡por favor señores, yo me llamo Pedro Antonio, y por favor les pido, que se vayan para el coño!”. El encorbatado invitaba las arepas a la muchacha, mientras se despedía del malandro. Al pisar las llaves pavimentadas automáticamente revisó sus bolsillos, algo le faltaba. Ladeó su cuerpo erráticamente y, balanceándose hacia la mesa, balbuceó sus palabras últimas: “se me quedaron las llaves”.

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Foto: Régulo Gómez


 MIlagros-Amarista-300x300Caracas, 1990. De pequeña escondía sus libros favoritos en una gaveta secreta. En ese entonces soñaba con ser pintora, pero el azar la llevó a buscar otros trazos en el pasillo de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela (UCV). Desde entonces, se ha convertido en una acumuladora de libros y en una detective de imágenes e historias almacenadas en las hojas de sus libretas. Actualmente participa en talleres de narrativa no ficcional con Héctor Torres.

 

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La historia de estas historias

Nos propusimos dictar un taller de crónica. Nos propusimos, también, contar la historia del barrio La Cruz, en el municipio Chacao (Caracas), a través de los testimonios de vida de algunos de sus habitantes fundadores. Convocamos a miembros de la comunidad dispuestos a contar su vida y abrimos un taller de tres meses de duración en el que cada participante debía escribir (como trabajo final) la semblanza de uno de esos miembros de la comunidad. Uno pondría la historia y el otro una voz literaria para contar esa vida.

En una segunda etapa, bajo la misma modalidad y con nuevos participantes, repetimos la experiencia en la comunidad de Bello Campo, en el mismo municipio. El resultado fueron otras maravillosas historias de vida, que contribuyen a alimentar otras visiones sobre Caracas, como una forma de registrar historias cotidianas de nuestra ciudad,

Queríamos que fuera divertido y que todos aprendiéramos de todos. Estuvimos puliendo esas historias durante meses y, en efecto, nos divertimos y salimos un poco más sabios.

Y todos salimos ganando. Las comunidades, cuyas historias quedaron asentadas en este proyecto. Y los participantes, que aprendieron haciendo y conocieron otras formas de vivir en Caracas.

LEER: El taller de La Cruz: Coordenadas generales

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Agradecimientos

Queremos dar las gracias a la gente de la Gerencia de Turismo, de la Alcaldía de Chacao, dirigida por Mariana Andrade, que fomentó esta edificante experiencia, a Sebastián Pérez Peñalver, por las fotos que acompañan estas crónicas, y a Lennis Rojas, por el soporte técnico para el desarrollo de la página.

Con el apoyo de