Sitio colectivo de crónicas sobre la ciudad de Caracas

La Carlota también es un acto de fe

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por Norma Socorro


José Ignacio Cabrujas  decía que Caracas es un acto de fe, un credo, ya que pocas cosas en ella apoyan la idea de que sea un ente con identidad propia, que permanezca en el tiempo congregando certezas sobre su existencia.

Sin embargo, para que Caracas sea tal acto de fe, los caraqueños debemos ir a contracorriente de lo que se nos ofrece desde la -o la falta de- planificación urbana. Afortunadamente, hay en nuestra ciudad espacios hechos a la medida de los sueños de gente que se empeña en crearse lugares más amables, gente que un día cualquiera se asoma a su calle y decide hacer de ella un sitio mejor para la vida.

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Foto: Régulo Gómez

Uno de esos espacios es la avenida principal de La Carlota, y el modesto bulevar que separa sus vías.

Casas tradicionales sin el lustre de antaño, con patios que olvidaron su vocación de jardín para dar paso a la menos noble de depósito de cachivaches; talleres mecánicos y diversidad de usos del espacio, han desalojado el uso residencial como prioridad.

Si uno camina por allí, encuentra que más o menos a la mitad del bulevar, es posible descubrir  una excepción notable a lo que suele ser la vida vecinal en la Caracas que niega espacios para  compartir y para el disfrute de los ciudadanos.

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Foto: Régulo Gómez

 Físicamente, el lugar  tiene aquella fealdad de la que hablaba Aquiles Nazoa, al referirse a la “ortopedia de cemento” que desde hace muchos años ha caracterizado las remodelaciones de nuestros espacios urbanos.

Lo que parece un reciente remozamiento del bulevar-isla, encontró en el cemento la materia bruta para rellenar todo lo existente fuera de los árboles: pisos, bancos y brocales parecieran salidos directamente de la mezcladora que los hubiera depositado allí sin más, sin un mínimo diseño o algún gesto cercano a la estética.

A pesar de la mezquindad del constructor, sin embargo, para los vecinos el lugar  reserva otras posibilidades más gratificantes que al visitante circunstancial, que no encuentra asidero para el disfrute de la mirada, tal vez porque siempre se ha dicho que Caracas fue hecha para oírla, no para mirarla.

Del jaque a la reina a una cochina ahorcada.

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Foto: Régulo Gómez

Entra el atardecer y un grupo de vecinos comienza a reunirse en torno a dos mesas, de cemento, claro. Se instalan en cualquier cosa que funja de asiento: troncos de árboles, cajas de refresco o alguna silla de plástico que traen de los edificios cercanos quienes aspiran a mayor comodidad.

Juegan dominó, sustituto criollo al ajedrez que hasta hace pocos años jugaban los numerosos inmigrantes italianos residentes en la zona. Ahora el éxodo de decenas de ellos a su país de nacimiento y la mayor presencia de venezolanos, hizo que el origen de la adrenalina de los jugadores provenga —en llamativa referencia de género— de ahorcar a la cochina, y no del más sutil jaque a la reina.

Esta tarde los vecinos llegan de a poco, con el gesto abierto de quienes buscan al otro, una media sonrisa en algunos, la excusa de pasear la mascota en otros, la mirada amistosa en todos.

Esperando unos asientos más allá, Albertino, 75 años, está sentado con su perrito sobre las rodillas. Viste con cierta elegancia retro; un chaleco oscuro sobre la camisa y la boina de tela a cuadritos nos acercan a la clásica imagen de sus connacionales. Sonríe cuando uno le pregunta por el perrito, dice que no le gusta dejarlo suelto por el peligro, y a Nero, que así se llama el can, le asustan los monstruos de lata que circulan tan cerca, si no muy veloces para los humanos, sí mucho para los apenas 30 centímetros de pelo negrísimo que es la mascota.

Albertino llegó con su esposa Giulia hace 50 años; hace unos cinco enviudó del amor de toda su vida y  hace tres sus dos hijos y nietos debieron marchar a Varese, cuando tuvo que cerrar la fábrica de carteras de cuero que tuvieron durante décadas, fuente de sustento para ellos y unos treinta trabajadores. Ahora él no sabe si dejar Venezuela, y esa posibilidad le revive el mismo dolor que sintió cuando debió venirse de su país.

Se comprende los temores de Albertino de dejar que Nero ande libre y a su aire en el bulevar; hoy en día, su familia en esta patria es su mascota —añorante también de la mamma humana— y los vecinos de dominó de todos los días.

Allí, sentados a poca distancia del paso de los carros, por momentos en medio de una atmósfera densa de cornetazos y monóxido, los que “echan la partida”, sin embargo,  muestran una admirable concentración si se piensa en lo hostil del entorno. No les importa, ellos se crean la urbe que llevan por dentro; es que inventarse su propia ciudad bien vale algunas molestias.

Quienes ahora se enfrentan cruzan miradas de entendimiento con su pareja de juego, hacen bromas frente a los fallos del contrincante, dan a la mesa algún golpe seco con la piedra escogida,  para afirmarse tal vez. Hay entre estos hombres una rudeza del gesto que parece ocultar sin embargo, una cierta ternura, afectos reciamente controlados. En esta partida se anotó Albertino, pero antes debió sujetar a Nero a su silla. Ahora el perrito hala la correa intentando alcanzar a los carros que pasan; sus ladridos se los traga alguna corneta.

La Pequeña Italia que nunca fue.

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Foto: Régulo Gómez

Con el auge petrolero, miles de inmigrantes italianos, españoles y portugueses se dispersaron por las ciudades venezolanas, y la luminosa promesa que era Caracas recibió a la inmensa mayoría de ellos. En La Carlota encontró vivienda y oficio  un numeroso grupo de esos expatriados, quienes traían consigo habilidades como panaderos, constructores o expertos en la industria del cuero (talabarteros). En éste último caso, a manos de italianos, se desarrolló una sólida experiencia fabril, y así en pocos años prosperó en la zona un grupo significativo de empresas de calzados y accesorios de piel.

Con la crisis económica reciente, el último gran fabricante, que empleaba a unas 100 personas, se regresó a Italia, como antes lo hicieron la mayoría de los propietarios de los locales. Primero enviaron a sus hijos, luego marcharon ellos. Inmigrantes de doble vía, ida y vuelta en una doble nostalgia.

Hoy en día, solo tres o cuatro locales hablan de lo que fue aquella bonanza industriosa y de empleo en La Carlota. También, como remembranza de esa fuerte presencia italiana, quedan muchas construcciones cuyos nombres de volcanes, ríos, ciudades y aun de famosos mafiosos nos recuerdan que esos inmigrantes contribuyeron a crear una arquitectura, una gastronomía y una industria que en su momento dejo su impronta en esta ciudad.

Tal como existen en muchos países, en Venezuela hasta hace unos años se llegó a considerar la existencia de pequeñas Italias en la ciudad mayor; esos sectores fueron reseñados por Mariano Picón Salas al poner como ejemplo a Los Chaguaramos o “el novísimo barrio de La Carlota” como sitios donde florecía la cultura italiana. Con el paso de los años, sin embargo, esos intentos quedaron rezagados a efectos de la crisis económica y la falta de estímulos a tales desarrollos urbanísticos.

Mientras tanto, avanzada ya la tardenoche, crece el grupo de vecinos en el espacio de juego, algunos se  asoman curiosos por sobre las cabezas de los jugadores, lanzan algún comentario burlón, celebran un zapatero o alguna cochina desahuciada. Celebran la convivencia.

Por la indumentaria, parecería que unos regresan del trabajo y se acercan a aligerar el cierre de la jornada; otros vienen de paso desde la panadería, el pan nuestro de cada día ahora recién salido del horno, dispuesto para la cena familiar.

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Foto: Régulo Gómez

Más tarde, pasadas las ocho de la noche, los vecinos comienzan a retirarse, la inseguridad espanta cualquier intento de prolongar la reunión.

Frente al sitio de juego, hay algunos pequeños y modestos edificios, también construidos por los italianos. La vista agradece la escala y sencillez de los mismos. En uno de ellos, el de color verde claro, viven Albertino y Nero.

Cada noche, al acabar el encuentro, deben subir las escaleras que los llevará al cuarto piso, aquí no hay ascensor. En la puerta de entrada de su apartamento está una imagen de Santa Francisca Javiera Cabrini, patrona de los inmigrantes. Su esposa la puso allí apenas llegaron de Italia, para que los protegiera y asegurara una larga y buena vida en esta patria, que sus bendiciones alcanzaran a sus futuras generaciones.

Pero tal vez Santa Francisca no pudo prever que, a veces, la infinita capacidad para el caos supera los dones y milagros de los propios santos, y muchos de sus protegidos regresaron a Italia cuando tropezaron con una poderosa piedra de tranca, perdiendo la partida final.

Uno puede imaginar al perrito que sube saltando de dos en dos las escaleras, se anticipa a la cena que compartirá con Albertino; más tarde, hermanados en el territorio del sofá, se adormecerán frente a las luces intermitentes de la pantalla de televisión.

Mañana sábado habrá doble jornada de dominó.


Norma-Socorro-300x300 (1)Caracas,1955. Socióloga (UCAB), actualmente docente de Postgrado en UCV. Formó parte de los talleres de Ensayo y de Poesía de Armando Rojas Guardia (2009-2014). En narrativa y crónica, ha asistido a talleres con Roberto Echeto, Héctor Torres y en ECREA. Como parte del grupo literario La Guayaba de Pascal, participó en la conducción y producción del programa literario radial de igual nombre (Radio Uno 1340 AM, transmitido hasta 2012). Publicaciones: La Guayaba de Pascal, Ensayos (2013. Edit.LGP, Coautora) y, digitalmente, en El Papel Literario (El Nacional), en Ficción Breve, y El Cambur (Sección Vidas Cruzadas, Coordinado por Héctor Torres).

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La historia de estas historias

Nos propusimos dictar un taller de crónica. Nos propusimos, también, contar la historia del barrio La Cruz, en el municipio Chacao (Caracas), a través de los testimonios de vida de algunos de sus habitantes fundadores. Convocamos a miembros de la comunidad dispuestos a contar su vida y abrimos un taller de tres meses de duración en el que cada participante debía escribir (como trabajo final) la semblanza de uno de esos miembros de la comunidad. Uno pondría la historia y el otro una voz literaria para contar esa vida.

En una segunda etapa, bajo la misma modalidad y con nuevos participantes, repetimos la experiencia en la comunidad de Bello Campo, en el mismo municipio. El resultado fueron otras maravillosas historias de vida, que contribuyen a alimentar otras visiones sobre Caracas, como una forma de registrar historias cotidianas de nuestra ciudad,

Queríamos que fuera divertido y que todos aprendiéramos de todos. Estuvimos puliendo esas historias durante meses y, en efecto, nos divertimos y salimos un poco más sabios.

Y todos salimos ganando. Las comunidades, cuyas historias quedaron asentadas en este proyecto. Y los participantes, que aprendieron haciendo y conocieron otras formas de vivir en Caracas.

LEER: El taller de La Cruz: Coordenadas generales

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Agradecimientos

Queremos dar las gracias a la gente de la Gerencia de Turismo, de la Alcaldía de Chacao, dirigida por Mariana Andrade, que fomentó esta edificante experiencia, a Sebastián Pérez Peñalver, por las fotos que acompañan estas crónicas, y a Lennis Rojas, por el soporte técnico para el desarrollo de la página.

Con el apoyo de