Sitio colectivo de crónicas sobre la ciudad de Caracas

Los caminos de alambre y muñecas rusas

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Por David Rodríguez Argüello //

Caído cerca de los pies del cerro El Ávila, dentro del corazón del municipio Chacao, a varias cuadras del obelisco de la Plaza Francia, creció un lugar donde las calles se complican como un sueño de Dédalo y las ventanas de las casas son los puntos de encuentro. Donde el merengue suena hasta en silencio y a los Minotauros se los espanta con cerveza y sonrisa.

Se trata de un barrio pequeño, rodeado de edificios modernos y urbanizaciones pudientes, llamado La Cruz. Comenzó en los años sesenta, cuando aún era un buen momento para instalarse en Venezuela. Desde todas partes de Latinoamérica y Europa llegaron oleadas de inmigrantes que querían disfrutar en el país más rico de la región. Colombianos, españoles, ecuatorianos, guatemaltecos, portugueses, chilenos, peruanos, italianos, bolivianos y demás querían ser parte de ello. Riqueza petrolera, democracia, una moneda fuerte y buenos ingresos. El sueño caraqueño. Sin embargo, la desproporción de la migración y la falta de planificación habitacional multiplicaron los barrios de Caracas. La gente no cabía en sus casas y la falta de acceso a los servicios públicos llevó a muchos a conquistar nuevos territorios.

Al principio no estaba ni la cruz que les da el nombre, solo tierra amarilla y una quebrada de agua que lengüeteaba el terreno árido. Pero a pesar de las condiciones, los primeros exploradores hallaron la misma belleza que encontró el Cacique Chacao quinientos años atrás en el verde del Ávila al atardecer, en la brisa suave perfumada de mango y en los alaridos de las guacharacas cuando despunta el sol. Así fue como aquel grupo de inmigrantes hizo lo que pudo con lo que encontró y transformaron pedazos de cartón y alambre en sólidas paredes, láminas de zinc en relucientes techos, escombros en cómodos muebles y ranchos maltrechos en hogares familiares.

Humildes pero resueltos decidieron que ese tierrero sería su lugar y como magos se convirtieron en ingenieros, albañiles, brujos, abogados, profesores y doctores. Cada quien debía ser lo que tenía que ser para que ese tierrero sin nombre pudiera llamarse hogar.

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La primera vez que fui a la comunidad de La Cruz fue a mediados del 2009. Iba llegando cansado después de haber hecho el viaje de nueve horas por mar y tierra desde la Isla de Margarita. Esa misma noche, unos amigos me invitaron al bar Greenwich, unas cuadras más abajo de la plaza Francia de Chacao. Yo no conocía Caracas y estaba perdido. Todavía me manejaba en el espacio-tiempo margariteño y jamás había visto esa capacidad que tienen las ciudades y las muñecas rusas de meterse una dentro de la otra. Y ahí estaba yo tomando cervezas en Greenwich sin saber que me encontraba justo en el intersticio de una ciudad con otra, mientras escuchaba canciones clásicas (repetidas) del pop rock de los 90, hasta que los mesoneros no sacaron porque ya estaban cerrando.

Desolados, mis amigos y yo no encontrábamos qué hacer. Queríamos seguir tomando pero no sabíamos dónde comprar cerveza. A nuestro lado un guardia de seguridad de apariencia momificada revivió sobre su taburete de tres patas remendadas. En la Cruz venden cerveza, dijo pelando los ojos y señalando a su derecha. ¿La Cruz?, pregunté. Si, tienen que ir por esta cuadra hasta que pasen un arco grande y caminar hacia adentro hasta que vean a la gente comprando caña. Le agradecimos y nos fuimos confiados y no importó que después de entrar en La Cruz no encontráramos cerveza, ni que nos intimidaran unos motorizados o que el funcionario del módulo policial de turno nos retuviera por una hora mientras requisaba nuestras pertenencias en búsqueda de drogas. El daño ya estaba hecho, el resonar de los pasos entre los marañones de callejones estrechos seguían palpitando en mi imaginación, la brisa fresca, la luna maquillada con el naranja del alumbrado público, la noche cándida, la ropa recién lavada esperando secarse sobre estrellas de alambre que flotaban al filo de las ventanas como si fueran OVNIS de pantaletas y trapos.

Todo eso tomó forma como un merengue de mil cabezas y así La Cruz se volvió para mi un lugar insólito donde Caracas dejaba de ser Caracas para convertirse en Caracas.

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Pasaron seis años antes de que pudiera volver a La Cruz. Había salido a caminar por la comunidad después de clases junto con una amiga que se ofreció a acompañarme. Eran alrededor de las doce de la tarde y el sol nos achicharraba la espalda, pero a pesar del calorón mientras nos acercábamos más ignorábamos los designios de la temperatura.

Justo en la entrada, frente a nosotros, se levantaba un arco de alrededor de tres metros de cemento que da la bienvenida oficial a la comunidad de La Cruz. A nuestro lado un hombre con un solo diente nos sonrió empuñando una cerveza mientras unos bachilleres del colegio Carlos Soublette hacían ejercicios en las barras paralelas. Más allá del arco, hacia el fondo, un hombre de camisa negra y pelo rapado por los lados caminaba llevando en sus hombros una boa tragavenados, y una señora  sostenía entre sus brazos un oso de peluche azul mientras veía, desde una esquina, una multitud de personas congregadas en la entrada de la comunidad. Al fijarme, pude entender que mi visita había coincidido con un evento en que el Alcalde de Chacao le estaba otorgando títulos de vivienda a sus propietarios. Algunos salían de sus casas, otros se limitaban a ver por las ventanas y los niños correteaban perros y gatos por el laberinto de pasillos. Los restaurantes populares trabajaban a toda mecha y el murmullo de todos se concentraba en lo que estaba sucediendo en el toldo azul que había montado la alcaldía. Ahí los reporteros grababan cada segundo del suceso. Todos querían participar ya que aparentemente era la primera vez en más de cincuenta años en que se reconocía la legitimidad de los que ahí viven. Yo seguí caminando y escuché  menéalo un poquito, decía, menéalo suavecito y volteé súbitamente.

Ahí estaba el alcalde despachándole tostones a los clientes del restaurante. La gente hacía cola para verlo, sonreían y tomaban fotos. “Los Gochos Burguers”, se llamaba. Aproveché y me escabullí entre el tumulto huracanado de curiosos y pude caminar entre las personas, y hablar ligeramente con quienes estuvieran dispuestos. Así me enteré que entre las primeras cosas que se hicieron dentro de La Cruz estuvo un ring de boxeo popular de donde salieron varios prodigios, que hace varios años proyectaban películas románticas al anochecer, que antes de llamarse La Cruz se llamaban Los Perros porque había una señora que tenía sueltos a más de 60 de esos animales y que ni el terremoto del 1967, ni los malos gobiernos, acabaron con ellos.

 

Cada vez que un habitante de La Cruz hablaba de su comunidad una fuerza amnésica se apoderaba de su cuerpo con un ímpetu tal que los llevaba a amar todo y recordar nada sobre su historia local. Un designio del destino que los hacía enraizarse perennemente al cariño compartido a la comunidad más que a los hechos. Un cariño olvidadizo que podía perdonar los errores personales, omitir las tragedias, desconocer la pobreza, dar alegría y permitirle a cada quien llegar a casa sin importar su pasado.

David 1La verdad es que nadie sabe cuanto tiempo tiene viviendo en La Cruz, solo basta con hacer la pregunta para que las miradas se tuerzan buscando el techo y los dedos se conviertan en años. Frente a mi, tras una reja de hierro, una señora sufrió los efectos de la consulta. Se mordía los labios, señalaba sus dedos y repetía nombres para sus adentros. Hasta que se desesperó. ¡Mamá! ¿Cuantos años tenemos viviendo aquí? ¡Un bojote!, respondió una voz ronca desde el fondo de la sala. Le traería a mi mamá para que hablara con ella pero no puede pararse del sofá, dijo la mujer. Recién perfumada, uniforme azul marino bien planchado, suave color carmín en sus labios. Tengo que darle el almuerzo y voy tarde al trabajo. Sus manos se aferraban a la reja de la ventana, justo donde la pintura azul más se desconchaba. Gracias a ustedes y no se preocupen, les dije antes de irme caminando por un callejón tan estrecho que si un hombre alto se acostara en el medio no podría apoyar su cabeza en el suelo. Unas motos pasaron a mi lado con los motores a todo volumen, sus conductores no debían sobrepasar los dieciocho años. A los lados los niños veían embelesados el paso de los corceles enyerrados que rápidamente entendieron sus deseos como si fuese cosa de telepatía e hicieron relinchar las motos con movimientos espasmódicos de sus delgados brazos. Una señora pegó dos gritos desde una ventana dos pisos más arriba. ¡Shhhhhhhh!, por allá está Muchacho (el Alcalde). Ellos se rieron, hicieron más bulla y galoparon barrio adentro dejando a los niños alborotados.

Ya no respetan, alcanzó a decir la señora antes de volver al interior de la casa.

Lo peor es que era verdad. Desde hacía ya varios años la Caracas de hoy acecha a la comunidad de La Cruz. Arañando sus defensas, apuñalando sus paredes de muñeca rusa, palpitando en el miedo que tiene la gente de vivir en un infierno dentro de otro infierno. Mete la mano. Busca la llave rápido. Ten cuidado. No mires pa’ los lados. La Cruz había ido cambiando y ahora caminaban desconocidos entre ellos. Eran personas que no les importaba el ring de boxeo popular, la virgen que cuida la entrada, las noches de cine a cielo abierto ni cuantos animales tenía la señora de los perros.

Al menos los malandros viejos respetaban, dijo un señor sentado en un sofá verde en la sala de su casa. Su esposa asintió tras él. Sabíamos que andaban en vagabunderías, pero nunca se metían con nosotros. Hacía calor en la casa, un ventilador sucio soplaba débilmente hacia nosotros. Las paredes azules necesitaban ser pintadas. Yo comenzaba a sudar. Tres niñas jugaban en el piso, frente a nosotros, a las muñecas contra Spider-Man.

A veces los malandros viejos ayudaban en el barrio.

Me acuerdo que dejaban plata, confirmó la señora.

Ahora dejan solo los muertos, dijo el señor.

Ya no se puede caminar por aquí de noche.

Es difícil vivir tranquilo.

En cualquier lado te pueden matar.

 

Salí de la casa y pude notar que el evento de la alcaldía se había acabado. El sol se estaba poniendo. No quería irme, el merengue de las casas seguía sonando y ya las cervezas se estaban destapando. Pero tuve que irme. He de decir que a medida que avanzaba por las calles y mientras escribía esta crónica no podía dejar de apreciar la comunidad. Ni las trabas burocráticas, ni la falta de recursos, ni el reducido espacio, ni el coloso errante en el que se ha convertido Venezuela han evitado que La Cruz se haya consolidado como un lugar estable al que cualquiera pudiera llamar hogar aún sin vivir en él.

Puedo asegurar que ahí la gente todavía sonríe, que se organizan como ciudadanos comprometidos con su entorno, que pueden vivir juntos a pesar de las diferencias políticas, que siempre tienen un “buenos días” y que si el cacique Chacao viviera hoy volvería a combatir a machetazos para salvar a Caracas de su naturaleza mortal.


 

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! Comentario

  1. Jose's Gravatar Jose
    8 julio, 2015    

    Hola buenas tardes, soy vecino del barrio la cruz de bello cmapo, por favor requiero autorizacion de ustedes a tomar parte del trabajo que realizaron mi comunidad para colocarlo en una pagina web que estoy realizando como aporte en el mejoramiento y contribucion para tener una mejor calidad de vida en nuestro sector la cruz bello campo,
    Atentamente

    Jose Valencia
    04141204214

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La historia de estas historias

Nos propusimos dictar un taller de crónica. Nos propusimos, también, contar la historia del barrio La Cruz, en el municipio Chacao (Caracas), a través de los testimonios de vida de algunos de sus habitantes fundadores. Convocamos a miembros de la comunidad dispuestos a contar su vida y abrimos un taller de tres meses de duración en el que cada participante debía escribir (como trabajo final) la semblanza de uno de esos miembros de la comunidad. Uno pondría la historia y el otro una voz literaria para contar esa vida.

En una segunda etapa, bajo la misma modalidad y con nuevos participantes, repetimos la experiencia en la comunidad de Bello Campo, en el mismo municipio. El resultado fueron otras maravillosas historias de vida, que contribuyen a alimentar otras visiones sobre Caracas, como una forma de registrar historias cotidianas de nuestra ciudad,

Queríamos que fuera divertido y que todos aprendiéramos de todos. Estuvimos puliendo esas historias durante meses y, en efecto, nos divertimos y salimos un poco más sabios.

Y todos salimos ganando. Las comunidades, cuyas historias quedaron asentadas en este proyecto. Y los participantes, que aprendieron haciendo y conocieron otras formas de vivir en Caracas.

LEER: El taller de La Cruz: Coordenadas generales

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Agradecimientos

Queremos dar las gracias a la gente de la Gerencia de Turismo, de la Alcaldía de Chacao, dirigida por Mariana Andrade, que fomentó esta edificante experiencia, a Sebastián Pérez Peñalver, por las fotos que acompañan estas crónicas, y a Lennis Rojas, por el soporte técnico para el desarrollo de la página.

Con el apoyo de